Youssef era hijo único. Vivía solo en casa de sus padres, después de que una terrible epidemia diezmara a la población de las diferentes tribus de la región, incluyendo a su familia, amigos y vecinos. Era pobre pero trabajador, inteligente y generoso. Para olvidar su triste destino, decidió abandonar su aldea. Vendió los pocos corderos que tenía, cerró su casa y confió la llave al único amigo que le quedaba.
—El mundo es inmenso, ya encontraré un lugar donde pueda vivir mejor que aquí —le dijo al despedirse.
Se marchó a pie. Como no estaba acostumbrado a caminar, los primeros días le resultaron penosos. Pero al cabo de unas semanas, ya hacía etapas cada vez más largas. Casi siempre dormía al aire libre o en casa de aquellos que le ofrecían su hospitalidad, y muy rara vez en las posadas.
Un día se detuvo a almorzar debajo de un eucalipto. Cerca del árbol había un hormiguero. Las hormigas no tenían nada que comer y así se lo hicieron saber a Youssef. Éste cogió uno de los panes que había comprado poco antes y se lo dio a las hormigas tras cortarlo en pedacitos. Las hormigas se hartaron de comer.
En agradecimiento, le dieron las patas de una de ellas que acababa de morir.
—Si necesitas ayuda, háznoslo saber echando una pata al fuego. Acudiremos de inmediato. Youssef sonrió, pensando que nunca las necesitaría, pero conservó las patas en un pañuelo que anudó antes de seguir viaje.
Al día siguiente se topó con una mona que estaba con sus pequeños.
—Hace varios días que no comemos —le dijo la mona.
Youssef fue al pueblo, compró una bolsa de cacahuetes y se la dio.
—Toma esta mata de pelo y consérvala. El día en que te encuentres en apuros, arrójala al fuego y de inmediato acudiremos en tu ayuda, mis congéneres y yo —le explicó la mona.
El muchacho se lo agradeció y se fue. La semana siguiente, cuando ya había anochecido, vio una lechuza sobre la rama de un árbol.
—Tengo un ala herida —ululó el pájaro—. Ya no puedo cazar y mis pequeños están muy hambrientos
Youssef había cogido una pequeña liebre para cenar. Abrió su bolsa y se la ofreció a la lechuza. El pájaro se arrancó una pluma con el pico y se la dio a su benefactor.
—Si quieres obtener mi ayuda, quema esta pluma.
—Gracias —le respondió el muchacho, que aquella noche debió conformarse con unos pocos dátiles.
Una tarde, pasó delante de una colmena. Las abejas no tenían nada que comer. Les dio
un recipiente con miel y recibió a cambio el aguijón de una de ellas.
—Cuando lo quemes, sabremos que necesitas nuestra ayuda.
Youssef siguió viajando varias semanas más antes de llegar a una gran ciudad. Era la capital de un reino cuyo sultán deseaba casar a su hija. Para obtener la mano de la princesa, había que pasar varias pruebas muy difíciles. Si el infeliz pretendiente fracasaba, era decapitado.
Varios jóvenes habían sido ya decapitados en la plaza del palacio real. Esto no desanimó a Youssef, quien se presentó ante el soberano.
—Vengo a pediros la mano de vuestra hija —dijo, haciendo una reverencia.
—Para obtenerla debes pasar tres pruebas.
—¿Cuáles, Majestad?
—La primera consiste en separar granos de trigo y de cebada que han sido mezclados —explicó el sultán—. Dispondrás de una noche para hacer dos montones diferentes. Al amanecer, un guardia vendrá a ver si lo has
logrado.
Al caer la noche, Youssef fue conducido hasta un patio aislado del palacio en cuyo centro habían derramado las semillas que había que separar. Varias antorchas iluminaban el lugar. El muchacho se estremeció al ver la enorme cantidad de granos. Pero ya era tarde para echarse atrás y puso manos a la obra. Muy rápidamente
se dio cuenta de que le sería imposible cumplir con su cometido en una sola noche. Abandonó su trabajo y se puso a pensar.
De pronto se acordó de las hormigas. Desanudó el pañuelo en el que se encontraban las patas que le habían dado. Cogió delicadamente una entre el pulgar y el índice, la acercó a una antorcha, dudó un instante y sin creérselo demasiado la quemó. La llama se avivó.Creció y creció hasta producir mil destellos cegadores. Youssef se sintió temeroso y maravillado al mismo tiempo. De pronto la llama volvió a ser la misma de antes, mientras el suelo del patio se cubría de hormigas. Youssef les explicó lo que quería. De inmediato comenzaron a separar los granos. Eran tantas que el trabajo avanzó muy deprisa. Cuando ya todo
estuvo listo, las hormigas se marcharon sin despertar al muchacho, que se había quedado dormido. Al amanecer, un guardia lo despertó sacudiéndolo.
—Al sultán le sorprenderá saber que has pasado la primera prueba —le dijo. Algunas horas después, Youssef fue recibido por el monarca.
—Te felicito por lo que has hecho —le dijo—.
La segunda prueba consiste en cosechar los dátiles en el gran palmeral real que se encuentra al sur del palacio. Dispones de todo el día para realizar esta tarea. Un guardia te conducirá al palmeral e irá a buscarte al atardecer.
Una vez que se encontró solo, el muchacho recogió algunas palmas secas e hizo una pequeña hoguera. Arrojó a las llamas la mata de pelo de la mona. Las llamas crecieron y se elevaron produciendo una humareda de la que surgió la mona. Youssef le indicó lo que deseaba. La mona batió palmas y surgieron cerca de un centenar de monos, cada uno más ágil que el anterior. Treparon a las palmeras y terminaron
la cosecha en pocas horas.Al día siguiente, el sultán felicitó al joven, y después le habló de la tercera prueba.
—Deberás cubrir de blanco todos los tejados del palacio durante la noche —le dijo.
No bien se hubo ocultado el sol, Youssef quemó la pluma de la lechuza, que se posó inmediatamente a su lado. Le dijo lo que quería el sultán. El pájaro ululó un buen rato y sus congéneres surgieron por millares. Cuando se enteraron de lo que se les pedía, depositaron sobre los tejados del palacio las plumitas más
blancas de su plumaje. Eran tan blancas que, al despertar, la familia real tuvo la impresión de que había estado nevando toda la noche.
—Eres muy bueno —declaró el sultán—. Puesto que has triunfado en las tres primeras pruebas, has salvado el pellejo. Te concedo la mano de mi hija. Pero sólo será tuya si logras reconocerla durante una fiesta que organizaré mañana en tu honor. La princesa estará entre las mujeres de mi familia y todas llevarán el mismo velo y las mismas ropas.
Youssef hizo una reverencia ante el monarca y se retiró al aposento que le habían atribuido en una de las dependencias del palacio real. Encendió una vela, cogió el aguijón que conservaba en un pañuelo y lo quemó. Apareció una abeja.
—Te escucho —le dijo.
—Tienes que encontrar a la hija del sultán entre todas las mujeres con velo que participarán en la fiesta de mañana.
—Voy a pasearme discretamente por el palacio para reconocerla. Y mañana, me posaré sobre su cabeza para indicarte cuál es —le dijo el insecto.
Al día siguiente, el muchacho pidió al sultán la autorización para subirse encima de los sillones del gran salón para poder ver a todos los asistentes. La orquesta comenzaba a tocar cuando la abeja pasó zumbando al lado de Youssef. Éste la siguió con la vista y vio que se posaba sobre el velo que recubría la cabeza de
una de las mujeres. Ésta debió de sentirla, pues la espantó con la mano. La abeja revoloteó unos instantes sobre los invitados y volvió a posarse sobre la misma cabeza. Luego salió volando y desapareció. El muchacho se acercó a la princesa y la designó ante el sultán.
—He aquí vuestra hija, Majestad —le dijo.
—En efecto —dijo el padre, sonriendo—. Vas a convertirte en mi yerno.
Las bodas se celebraron el mes siguiente y las festividades en la capital duraron siete días y siete noches. Al único amigo de Youssef que quedaba vivo le avisaron demasiado tarde para poder asistir al casamiento. No pudo visitarlo hasta el año siguiente. Se sintió tan bien en la capital que terminó instalándose allí y se casó
con una prima de la princesa, sin tener que someterse a las mismas pruebas que Youssef.
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