Érase un matrimonio ya anciano que tenía dos hijas y un hijo. Un día fue el marido al granero a buscar grano; cogió un saco, lo llenó de trigo y se lo llevó a su casa; pero no se fijó en que el saco tenía un agujero, por el que el trigo se iba saliendo y esparciéndose por el camino.
Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó: –¿Dónde está el grano? Sólo veo el saco vacío.
No hubo más remedio que ir a recoger del suelo el grano esparcido, y el marido, mientras trabajaba, decía gimiendo: –Si el buen Sol me calentase con sus rayos, la Luna me iluminase y el sabio Cuervo me ayudase a recoger el grano, al Sol le daría en matrimonio a mi hija mayor, al sabio Cuervo le daría mi segunda hija y a la Luna la casaría con mi hijo.
Apenas acabó de decirlo cuando el Sol lo calentó, la Luna iluminó el patio y el Cuervo le ayudó a recoger los granos. El viejo volvió a casa satisfecho y dijo a su hija mayor: –Vístete con tu mejor vestido y ve a sentarte a la puerta de la casa.
Su hija le obedeció; vistiose lo mejor posible y se sentó en el escalón de la puerta. En cuanto el Sol vio a la hermosa joven se la llevó a su casa. Luego, el padre ordenó lo mismo a su segunda hija, la que se puso su mejor traje y se dirigió al patio; aún no había pisado el umbral de la puerta cuando apareció el Cuervo, la cogió con sus garras y se la llevó a su reino.
Le llegó el turno al hijo, a quien el padre dijo: –Ponte tu mejor vestido y sal a la puerta.
Entonces la Luna, al ver al muchacho, se enamoró de él y se lo llevó a su palacio.
Pasado algún tiempo, el padre sintió deseos de ver a sus hijos y para sus adentros se dijo: ‘Me gustaría visitar a mis yernos y a mi nuera.’
Y sin pensarlo más se dirigió a casa del Sol. Andando, andando, al fin llegó.
–¡Hola, suegro mío! ¿Cómo te va? ¿Quieres que te convide? –Dijo el Sol.
Y sin esperar la respuesta ordenó a su mujer que hiciese buñuelos.
Cuando la masa estaba ya a punto se sentó en el suelo en medio de la habitación, su mujer le puso la sartén sobre la cabeza y en un abrir y cerrar de ojos se frieron los buñuelos. Regalaron con ellos al padre, quien después de descansar un poco se despidió de su yerno y de su hija.
Una vez en su casa pidió a su mujer que hiciese buñuelos; ella quiso encender la lumbre, pero su marido la detuvo, gritando: –¡No hace falta!
Y se sentó en el suelo diciendo que le pusiera sobre la cabeza la sartén con los buñuelos.
–¿Qué dices, hombre? ¡Tú te has vuelto loco! –Exclamó la mujer.
–¡Tú qué sabes de esto! –Le contestó el marido–. Tú ponlos y verás cómo se fríen.
La mujer hizo lo que le mandaba; pero después de pasado un buen rato con la sartén sobre la cabeza los buñuelos no se frieron, sino que se agriaron.
–¡Ya ves qué estúpido eres! –Le gritó enfadada la mujer.
Después de permanecer algunos días en casa se dirigió a visitar a su nuera la Luna. Al cabo de andar mucho tiempo, llegó cuando era medianoche; la Luna le preguntó: –¿A qué quieres que te convide?
–A nada –contestó él–. No tengo gana de comer, estoy muy cansado.
Entonces la Luna, para que descansase, le propuso que tomase un baño caliente; pero él le contestó:
–No, porque como es de noche no se verá nada en el baño.
–¡Oh, por eso no te apures! –Contestó la Luna–; yo te proporcionaré luz.
Cuando el baño estaba ya caliente, el buen viejo fue a bañarse, y la Luna, descubriendo un agujero en la puerta, metió por él un dedo e iluminó toda la habitación.
El buen hombre salió del baño muy satisfecho, y después de pasar unos cuantos días en casa de la Luna se despidió de sus hijos y se puso en camino.
Una vez en su casa aguardó la llegada de la noche y mandó a su mujer que calentase el baño. Cuando estaba ya caliente, la invitó a que se bañase.
–No iré –dijo la mujer–. ¿No ves, tonto, que el cuarto del baño está obscuro como boca de un lobo?
–Tú báñate, que yo te procuraré luz.
Obedeció la mujer y se dirigió al baño, mientras que el viejo, acordándose de lo que había hecho la Luna, se fue tras ella, con un hacha hizo un agujero en la puerta y metió por él un dedo. Pero no pudo iluminar el baño, y su mujer, al encontrarse en la obscuridad, lo colmaba de injurias.
Por fin decidió ir a visitar a su yerno, el sabio Cuervo. Éste lo acogió con afabilidad y le preguntó: –¿A qué quieres que te convide?
–No quiero comer nada –contestó el suegro–; sólo quiero dormir, pues tengo muchísimo sueño.
–Pues bien, vamos a dormir –dijo el Cuervo.
Y colocando una escalera para que subiera por ella el anciano, lo hizo sentarse en el palo que atravesaba la habitación, sirviendo de posadero, y lo tapó con un ala; pero el pobre viejo, al dormirse, perdió el equilibrio, cayó desde el posadero al suelo y se mató.
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