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viernes, 8 de junio de 2012

EL CARBONERO Y LA MUERTE

Hace mucho, mucho tiempo vivía en Elbatea, en el valle del Baztan, un carbonero tan mísero que apenas si tenía un mendrugo de pan negro que llevarse a la boca. Vivía en el monte, en una chabola que él mismo había construido con ramas y pajas, y pasaba los días soñando con una vida mejor y renegando por su mala fortuna.
Una noche llamaron a su puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—Soy Dios —respondió una voz.
—¿Y qué quieres? —preguntó de nuevo el carbonero.
—Cobijo para esta noche.
El carbonero no se lo pensó dos veces.
—¡Márchate! —gritó muy enfadado—. ¡No te daré cobijo ni hoy ni nunca! No eres justo. A unos les das mucho y a otros, como yo, nos dejas morir de hambre. ¡Vete, te digo! Al poco rato volvieron a llamar a su puerta, y el hombre se sobresaltó.
—¿Será otra vez Dios? —pensó temeroso, y luego preguntó—: ¿Quién es?
—Soy la Muerte —le respondió una voz tenebrosa.
—¿Y qué quieres?
—Cobijo para esta noche.
El carbonero abrió la puerta y se encontró con un personaje vestido de negro, cuya mirada no tenía fin.
—¡Pasa! —le invitó el hombre con una sonrisa—. A ti sí te daré cobijo porque tú eres igual para todos. Lo mismo te llevas al rico que al pobre. Pasa, pasa...
La Muerte entró en la chabola, y juntos compartieron lo poco que el carbonero tenía.
A la mañana siguiente, la Muerte se dispuso a proseguir su camino.
—¿Deseas que haga algo por ti? —preguntó al carbonero antes de despedirse.
—Bueno —respondió éste—, la verdad es que me gustaría vivir un poco mejor, dormir en una cama mullida y no tener que pensar cada día si tendré algo que comer. ¡Esto no es vida!
—Escucha bien —dijo la Muerte fijando en él su mirada sin fin—: cuando entres en la habitación de un enfermo y me veas sentada a la cabecera de la cama, ten por seguro que morirá. Si, por el contrario, me ves a los pies, el enfermo sanará con cualquier cosa que tú le des.
Y la Muerte desapareció sin decir ni media palabra más.
Pocos días después, el carbonero tuvo noticias de que la esposa del rey estaba muy enferma y que éste había prometido grandes riquezas a quien fuera capaz de curarla.
El hombre se presentó en palacio, pero los soldados no quisieron dejarlo pasar. Tanto y tanto insistió que, finalmente, consiguió ver a la reina.
La Muerte se hallaba sentada a los pies de la cama, así pues el carbonero pidió unas cuantas hierbas inofensivas, hizo una tisana que la enferma bebió y enseguida sanó.
El rey colmó de riquezas y poderes a su nuevo médico oficial, lo nombró consejero y le brindó su amistad más sincera. El antiguo carbonero se convirtió en un hombre famoso y respetado, encantado con su nueva vida.
Un día, poco tiempo después, paseando por los jardines de su propio palacio, vio que la Muerte se dirigía hacia él.
—¡Vaya! —exclamó sorprendido—. ¿Cómo tú por aquí?
—Vengo a llevarte conmigo —le respondió la Muerte.
—¡Oh! ¡No me hagas eso! —suplicó el antiguo carbonero—. Me dejaste vivir muchos años en la miseria y ahora, que soy rico, vienes a buscarme...
La Muerte miró al hombre con su mirada sin fin e hizo una mueca que quería ser una sonrisa.
—Tú mismo dijiste que yo era igual para todos, ahora te ha tocado el turno. ¡Ven!
Y la Muerte se llevó al carbonero, porque ella no hace diferencias entre los seres humanos.
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La muerte suele ser protagonista de algunas leyendas, en las que suele adoptar el aspecto de un personaje o de un genio con el que se habla normalmente, como si fuera un ser humano. En un tiempo en el que la media de vida era más corta que la actual y en la que no había preocupación más importante que la muerte, era lógico que las gentes sencillas explicaran ciertos fenómenos luminosos o atmosféricos como señales del Más Allá. De ahí los relatos sobre aparecidos, almas errantes, animales que de hecho eran espíritus que no habían encontrado el descanso, voces, luces, etc.
R. Mª de Azkue recoge en su «Euskalerriaren Yakintza» numerosos ejemplos de prácticas relacionadas con la muerte, de las cuales más de una subsiste aún en nuestros tiempos.

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