Se erguía como una montaña de carne a las
puertas de la disco de verano. Me preguntaba qué sería esta vez, si mis
zapatos, mi camiseta, o un careto de los que nunca se verán en una tarjeta de
crédito VIP de ésas que incluyen foto. La respuesta fue la de siempre. Me puso
una manaza en el hombro y me lo dijo:
-No puedes pasar.
En sus nudillos vi tatuadas runas.Otras
más por los brazos y los hombros.
Runas de Daeron, como las que se usaban en la
antigua Moria, como las de las inscripciones del prefacio de "El
Hobbit", que aún recordaba de otros veranos más silenciosos. Tardé unos
segundos en descifrar las runas: "KMKM"; en aquella mano ponía
"Pepe".
Me entretuve en leer más tiempo de la
cuenta. Aquella mano se aferró a mi
hombro con más fuerza. Se repitió la
sentencia:
-No puedes pasar.
Y yo respondí:
-No puedes pasar. Soy servidor del Fuego
Secreto, que es dueño de la
Llama de Anor.
Y él dijo:
-El fuego oscuro no te servirá de nada,
llama de Udùn.
Y yo:
-¡Vuelve a la sombra!
Y él, por fin:
-No puedes pasar.
Y pasé. Para despedirme, dije
"Mellon", otra contraseña, mientras me adentraba en las
profundidades, por fin franqueado el puente de Khazad Dum, dejado atrás el
guardíán de la Puerta.
Estos hechos ocurrieron hace mucho tiempo,
en otra edad del mundo, cuando yo todavía iba a discotecas, antes de el mundo
cambiara y una ola furiosa que vino de Hollywood más allá del mar arrasara las
tierras, y condenara a los amigos de los elfos a vivir escondidos, a perderse
entre una multitud de gente que sólo se les parecía.
Ignacio Egea
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