El Gran Khan ya es viejo, muy viejo. Vive en un inmenso
palacio, tan inmenso
que ni él mismo lo conoce al completo. Sus ciento cincuenta
habitaciones están
forradas de oro, plata, y piedras preciosas. El salón del
trono es el más grande en su
género: no hay en el reino ninguno comparable. De su techo
cuelgan un sinfín de
lámparas, todas ellas repletas de velas fabricadas con la
mejor de las ceras.
Bajándolas a ras de suelo cuarenta sirvientes se encargan
todos los días de
encender las candelas. Emplean en ello la mañana entera.
Esta profusión de
luminaria sirve al Gran Khan para observar con absoluta
nitidez la expresión del
rostro de aquellos que vienen a rendirle pleitesía, a
recibir consejo, o a ser juzgados
por la magnanimidad o en su caso severidad del “Señor de los
Señores”. Pero el
Gran Khan está aburrido de la vida: aburrido de sus siete
esposas, aburrido de sus
numerosos hijos, aburrido de la corte, aburrido de la
estupidez de sus criados,
aburrido de los continuos agasajos de sus súbditos, aburrido
de mandar emparedar,
decapitar, quemar a los traidores al imperio. Ya sólo espera
impaciente la llegada de
quien ha sido siempre su aliada, la muerte. Confía en sus
hechiceros y ha seguido
sus indicaciones. De joven mandó modelar en arcilla un
ejército a tamaño natural,
compuesto por más de doce mil soldados, caballos y
sirvientes. Un ejército
prácticamente ya finalizado al cual podrá comandar en el
mundo de ultratumba para
seguir disfrutando del poder y la gloria. Periódicamente
visitaba - ahora ya no puede
- el lugar en que ocultas descansan estas milicias. Pasaba
revista a las formaciones
de caballería e infantería, sus ojos desafiaban las
glaciares y frías miradas de los
siervos de barro. No teme a la muerte. El Gran Mago del
Imperio le repite hasta la
saciedad: “Resucitarás en la otra orilla para vivir como lo
que has sido en esta”
El lecho del Gran Khan acoge su quejumbroso cuerpo, cuerpo
cubierto por
una piel arrugada, macilenta, y plagada de cicatrices de
antiguas heridas recibidas
en memorables combates. La atmósfera de la estancia, con sus
ventanales
cerrados, es densa, pesada. El Príncipe Heredero acompañado
de hermanos y
hermanas, sus siete esposas, la Junta de Hechiceros, sus
consejeros, escudero y
demás criados, rodean la cama. Nadie se mueve. Nadie habla.
El único sonido que
altera la situación casi pictórica es la respiración
dificultosa y gorjeante del viejo.
Lleva así días. No come. Únicamente a veces acepta un trago
de agua.
Regularmente horribles estertores le asaltan provocando que
su pecho, como un
fuelle, se infle y desinfle haciendo sufrir terriblemente al
enfermo. Su mente
semiinconsciente repasa con velocidad de relámpago sus más
de ochenta años:
He construido una gran ciudad inexpugnable, rodeada de altas
murallas y
plagada de templos y palacios cuya hermosura son la envidia
de todo el imperio. Mi
corte es perfecta, compuesta por fieles consejeros,
defendida por un ejército de más
de doce mil almas. Mis siete esposas han esparcido el fruto
de mi semilla:
importantes reinos son gobernados por hijos míos. Pero
sobretodo he ejercido una
implacable justicia, la piedra angular de mi reinado. He
hecho decapitar, lapidar,
quemar, empalar, azotar, desterrar a millares de hombres,
mujeres e incluso niños,
no por crueldad sino porque la propia supervivencia del
imperio me lo demandaba…
De pronto un insufrible tormento invade su ser. Era su
convencimiento que la
muerte le abrazaría dulcemente, que sus últimos minutos iban
a ser placenteros,
tranquilos. No. La terrible agonía parece durar una
eternidad y lentamente penetra
en un universo de tinieblas hasta que por fin deja de
sentir, de pensar. Es la nada.
Tras permanecer en un aparente estado de no existencia,
despierta. La
oscuridad y confusión es total. Ya no le dirige la
inteligencia, lo hace el instinto. El
Gran Khan ha perdido sus recuerdos, no tiene conocimiento de
lo que fue. Forma
parte de una masa viscosa, una masa que es la replica
grotesca del ejército
esperado, masa formada por millares de seres que no dejan de
moverse, de
aplastarse, de reptar unos encima de los otros. Y ante todo
come, come como jamás
antes lo había hecho. Se desplaza arrastrando su resbaladizo
cuerpo sobre una
superficie extraña, unas veces blanda y otras dura, en parte
sembrada de una
espesa vegetación. Sus mandíbulas se abren y cierran a
velocidad endiablada
engullendo todo lo que encuentra a su paso, que no es otra
cosa que la carne del
cadáver que le cobija. Cadáver que él no reconoce, su propio
cadáver, el cadáver
del Gran Khan. El Gran Mago del Imperio tenía razón:
“Resucitarás en la otra orilla
para vivir como lo que has sido en esta”. Un vil y asqueroso
gusano…
Bufalaga
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