Bienvenid@ a este bosque nebuloso. Disfruta de tu estancia.

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viernes, 9 de marzo de 2012

SEÑOR DE LOS SEÑORES


El Gran Khan ya es viejo, muy viejo. Vive en un inmenso palacio, tan inmenso
que ni él mismo lo conoce al completo. Sus ciento cincuenta habitaciones están
forradas de oro, plata, y piedras preciosas. El salón del trono es el más grande en su
género: no hay en el reino ninguno comparable. De su techo cuelgan un sinfín de
lámparas, todas ellas repletas de velas fabricadas con la mejor de las ceras.

Bajándolas a ras de suelo cuarenta sirvientes se encargan todos los días de
encender las candelas. Emplean en ello la mañana entera. Esta profusión de
luminaria sirve al Gran Khan para observar con absoluta nitidez la expresión del
rostro de aquellos que vienen a rendirle pleitesía, a recibir consejo, o a ser juzgados
por la magnanimidad o en su caso severidad del “Señor de los Señores”. Pero el
Gran Khan está aburrido de la vida: aburrido de sus siete esposas, aburrido de sus
numerosos hijos, aburrido de la corte, aburrido de la estupidez de sus criados,
aburrido de los continuos agasajos de sus súbditos, aburrido de mandar emparedar,
decapitar, quemar a los traidores al imperio. Ya sólo espera impaciente la llegada de
quien ha sido siempre su aliada, la muerte. Confía en sus hechiceros y ha seguido
sus indicaciones. De joven mandó modelar en arcilla un ejército a tamaño natural,
compuesto por más de doce mil soldados, caballos y sirvientes. Un ejército
prácticamente ya finalizado al cual podrá comandar en el mundo de ultratumba para
seguir disfrutando del poder y la gloria. Periódicamente visitaba - ahora ya no puede
- el lugar en que ocultas descansan estas milicias. Pasaba revista a las formaciones
de caballería e infantería, sus ojos desafiaban las glaciares y frías miradas de los
siervos de barro. No teme a la muerte. El Gran Mago del Imperio le repite hasta la
saciedad: “Resucitarás en la otra orilla para vivir como lo que has sido en esta”

El lecho del Gran Khan acoge su quejumbroso cuerpo, cuerpo cubierto por
una piel arrugada, macilenta, y plagada de cicatrices de antiguas heridas recibidas
en memorables combates. La atmósfera de la estancia, con sus ventanales
cerrados, es densa, pesada. El Príncipe Heredero acompañado de hermanos y
hermanas, sus siete esposas, la Junta de Hechiceros, sus consejeros, escudero y
demás criados, rodean la cama. Nadie se mueve. Nadie habla. El único sonido que
altera la situación casi pictórica es la respiración dificultosa y gorjeante del viejo.
Lleva así días. No come. Únicamente a veces acepta un trago de agua.
Regularmente horribles estertores le asaltan provocando que su pecho, como un
fuelle, se infle y desinfle haciendo sufrir terriblemente al enfermo. Su mente
semiinconsciente repasa con velocidad de relámpago sus más de ochenta años:
He construido una gran ciudad inexpugnable, rodeada de altas murallas y
plagada de templos y palacios cuya hermosura son la envidia de todo el imperio. Mi
corte es perfecta, compuesta por fieles consejeros, defendida por un ejército de más
de doce mil almas. Mis siete esposas han esparcido el fruto de mi semilla:
importantes reinos son gobernados por hijos míos. Pero sobretodo he ejercido una
implacable justicia, la piedra angular de mi reinado. He hecho decapitar, lapidar,
quemar, empalar, azotar, desterrar a millares de hombres, mujeres e incluso niños,
no por crueldad sino porque la propia supervivencia del imperio me lo demandaba…
De pronto un insufrible tormento invade su ser. Era su convencimiento que la
muerte le abrazaría dulcemente, que sus últimos minutos iban a ser placenteros,
tranquilos. No. La terrible agonía parece durar una eternidad y lentamente penetra
en un universo de tinieblas hasta que por fin deja de sentir, de pensar. Es la nada.
Tras permanecer en un aparente estado de no existencia, despierta. La
oscuridad y confusión es total. Ya no le dirige la inteligencia, lo hace el instinto. El
Gran Khan ha perdido sus recuerdos, no tiene conocimiento de lo que fue. Forma
parte de una masa viscosa, una masa que es la replica grotesca del ejército
esperado, masa formada por millares de seres que no dejan de moverse, de
aplastarse, de reptar unos encima de los otros. Y ante todo come, come como jamás
antes lo había hecho. Se desplaza arrastrando su resbaladizo cuerpo sobre una
superficie extraña, unas veces blanda y otras dura, en parte sembrada de una
espesa vegetación. Sus mandíbulas se abren y cierran a velocidad endiablada
engullendo todo lo que encuentra a su paso, que no es otra cosa que la carne del
cadáver que le cobija. Cadáver que él no reconoce, su propio cadáver, el cadáver
del Gran Khan. El Gran Mago del Imperio tenía razón: “Resucitarás en la otra orilla
para vivir como lo que has sido en esta”. Un vil y asqueroso gusano…
Bufalaga

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