La vi venir mientras comía mi bocadillo
sentado en aquel banco. La vagabunda. Una juventud apenas comenzada de
movimientos ágiles, una pátina gastada de miseria que envolvía su breve cuerpo
canela en un aura de edad intemporal.
Una mirada triste pero burlona en sus
grandes ojos de color miel.
Se paró frente a mí.
-Dame algo, payo.
-Lo necesito para mí, lo siento.
-Anda, payico, que tú estás mu gordo.
Dame lo que te estás comiendo, que huele a carne mu buena, de pichuga de pollico.
-No, no. Tiene salsa de chile, y
jalapeños, y un montón de cosas que no te van a gustar. Mira, aquí tengo unas
rodajas de mortadela. Toma una.
-Pos bueno, pos me la como, pero me gusta
más lo otro. Dame pollico, anda, sé bueno. ¿No ves con qué ojos te estí
amirando?
-No me engatuses, golfa. Mira, yo me
estoy acabando el bocadillo, pero te doy toda la mortadela, un poco de pan que
queda y una parte del chocolate. ¿Vale?
-Bueeeno, me lo como delante tuya.
-Jo, qué velocidad. ¿Tienes sed? Puedo
cortar el culo de esta botella de plástico como si fuera un plato y te lo lleno
de agua en esa fuente.
-No, no hace falta. Vivo en esas chabolas
de allí, y tengo agua. Pero te voy a mover un poco la cola, que servidora es
muy agradecida aunque tenga dueño.
-Ya me parecía a mí que tampoco estabas
muy flaca. En fin, me alegra saber que no estás abandonada; antes de aprender a
hablar con los perros me llevaba muchos disgustos. No es tan fácil saber si uno
está enfermo, o perdido, si no entiendes lo que te quieren decir.
-¡¡¡Cucha, es verdad!!! ¡Qué susto,
madre! ¡Un payo que habla!
Ignacio Egea
Ignacio Egea
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