El siempre la vio indigna, por debajo de su altura. Tuvo que apechugar con ese error de juventud: los padres de ambos le obligaron. Pero a saber si el niño era realmente suyo. De ella era, desde luego; siempre vio a los dos como una carga. Habían cambiado su vida, habían tirado por tierra sus grandes sueños, lo habían encadenado a un trabajo de mierda, había sido expulsado del paraíso.
Se sentía humillado en sus tareas. Había sido el amo de la casa, el que siempre era atendido por sus padres. Ahora era un ganapán que iba de un lado a otro obedeciendo órdenes, mientras que los desgraciaditos que lo miraban con envidia cuando niños, tenían mejores destinos, algunos seguían en el dulce mundo de los estudiantes al que él había pertenecido por derecho, con más dulzura, con más intensidad que nadie, porque ni sufría por los exámenes ni se matriculaba.
Su mirada había sido para sus padres una dulce orden; ahora veía aquella mirada en los ojos de aquel pequeño y se sentía engañado. En ocasiones le halagaba la necesidad, la dependencia completa que relucía en esos ojos extrañamente redondos que se fijaban en él cuando llegaba a la casa; se sentía un gigante invencible, un dios ante su adorador devoto e ilusionaba al pequeño y a sí mismo con promesas imposibles de grandeza futura, de regalos maravillosos, de bajar la luna a los pies del niño, por gusto de ver su cara, por sentir la fuerza de sus brazos al agarrarla y brindársela, magnífico.
Ni la luna bajó ni vino el regalo más pequeño. La casa se tambaleaba en la penumbra, los muebles viejos oscilaban en sus patas quebradas, reparadas con desgana. El gigante invencible venía vencido de buscar la vida. Se tambaleaba también aquel gigante al entrar: un tambaleo que hacía temblar su voz, que se pregonaba en su aliento, que salpicaba rojizo su camisa. La casa aparecía lóbrega y desangelada; no traía dinero aquella vez, las cosas que faltaban tendrían que esperar. Pero otras mujeres se apañan con lo que hay, y hacen maravillas. Y la guarra ésta no da una a derechas, y lo hace todo con los pies, y lo tiene todo hecho una mierda, y la bombilla se funde y no hay recambio, pues deberías tener, que todo lo tengo que hacer yo, maldita imbécil, y un par de gritos bruscos que detonan, una mano que se alza, y luego baja, y el gigante vencido ha conseguido una victoria fácil que le bastará para esta noche, mientras ella llora en la oscuridad su eterna derrota, y el niño tiene los ojos muy abiertos sin ver nada, y llora sin atreverse a hacer ruido, y la oscuridad que le rodea se mezcla con sus lágrimas silenciosas, y madura en una semilla húmeda y muda, que brotará en gritos y llanto dentro de mucho tiempo, en una eterna guerra que no acaba.
Ignacio Egea
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