Siempre le había fascinado la basura,
desde la infancia. En plena adolescencia, mientras sus amigos iban de “caza”,
él distraía el tiempo observando las bolsas negras y azules que se depositaban
junto a los contenedores malolientes, tenía claro que la auténtica historia de
las personas no se escribe con palabras sino con despojos.
Comentaban que siempre había sido un tipo
extraño, aunque él se consideraba el ser más normal de la tierra, con la
salvedad de su agudo sentido de la observación, que le hacía perderse en
detalles que a los demás resultaban peregrinos.
Hijo de un matrimonio tradicional de
clase media, acabó sus estudios de Graduado Social en los años requeridos y con
buen expediente, después montó su propia Asesoría jurídica, pero el tedio lo
mataba y la idea de realizar estudios sistemáticos sobre residuos humanos
cobraba más y más fuerza. Descartó, de entrada, el intentar encontrar
financiación para su proyecto porque sobrepasaba el campo de la utopía para
caer en el del absurdo ante cualquier sabiondo de instituciones científicas.
“¿Quién iba a interesarse por “Al conocimiento de las conductas humanas por el
análisis de residuos domésticos”?... sencillamente descabellado”, pensaba.
Tras meditar como enfrentarse a una nueva
vida, decidió dejar su casa, irse a una pensión barata, que se pudiera costear con el dinero ahorrado
en los dos años de Asesoría, y poner en práctica las hipótesis elucubradas
durante tanto tiempo, quizá una vez experimentado y escrito todo alguien apostara
por él. Obviamente tendría que inventar excusas para contentar a sus padres,
tal vez un viaje a Londres para mejorar su inglés...
Desde su óptica los desperdicios
arrojados a la basura hablan más de las personas que su coche, la casa en la
que viven, la ropa que usan, o la propia profesión. Allí radica la clave de la
propia existencia. De entrada se puede hacer un cálculo del número de personas
que la moran, viendo la cantidad de restos de comida (número de huesos de
chuleta, o de raspas de pescado grande). Los envoltorios de chucherías,
muñecos, coches y demás juguetes, dan idea de si viven niños o no y el hasta
qué punto los miman se refleja en el estado de deterioro de los mismos en el
momento de ser tirados. La edad se puede determinar, en las mujeres, por los
botes de potingues vacíos, ya que cada edad requiere unos u otros. El diario
que se lee indica, por un lado, que se tiene cierto nivel cultural y por otro
la ideología de la persona y, ya el colmo de la dicha, son las pruebas
directas, cartas, postales, recibos de bancos.
Con el tiempo depuró la forma de actuar,
se trataba de apostarse en cualquier esquina, a la hora del anochecer y esperar
a que alguien tirase la codiciada bolsa de basura al contenedor para
investigar, si se demoraba demasiado tiempo olía a putrefacción y se perdían
datos, llamaba su atención el tandem habitual persona-con-bolsa-de-basura-
perro, todos los excrementos a la calle de una sola vez.
Primero le gustaba determinar el número
de moradores de la vivienda, animales incluidos, luego sus edades y a partir de
ahí iba recomponiendo el resto de datos; si se derrochaba o no, si se consumían
productos alimenticios caros o baratos etc,
tras tener una idea global pasaba a estudiar a cada morador, sus gustos, sus miedos... todo
acababa encajando como un puzzle perfecto. Cuando ya tenía la composición
fabricada, se dedicaba a contrastar sus hipótesis espiando las entradas y
salidas de casa de cada persona y a
horas distintas... definitivamente resultaba un método perfecto de conocimiento.
Su estudio supondría el punto final a la
deseabilidad social escondida en toda encuesta, era el fin a las mentiras para
dar una buena imagen ante los demás.
Lo que le estaba estropeando el trabajo,
en los últimos tiempos, eran los malditos contenedores para reciclar; de un
lado propiciaban que basuras que debían ir unidas se disgregasen, con la
subsiguiente pérdida de información, de
otro aquellos inmensos contenedores para cartón y vidrio impedían que se
pudiese calcular la cantidad y calidad de las bebidas con todo lo que se podía
desprender de ello, el no tener acceso a las cajas de los productos consumidos
llevaba a borrar datos sobre fármacos, juguetes, cereales, prensa... elementos
preciosos y fundamentales para un
correcto análisis. Pero, por suerte para él, la conciencia social de este país
con respecto al reciclaje no había calado en todo el mundo y le permitía seguir
con sus pesquisas sin excesivas complicaciones. Forma adicional de superar esto
consistía en agazaparse en una zona en que no hubiese contenedores de reciclado
cerca, pocos se molestaban en dar un paseo largo para tirar la basura en el
sitio adecuado, auque la probabilidad de este suceso aumentaba si poseían
perro.
Una noche en una de sus incursiones,
casualmente, cayó en sus manos, una libreta de pastas duras muy usada, la abrió
y observó que reflejaba el día a día de una chica de veinticuatro años, se
enganchó a su lectura como el que se hace adicto a una telenovela; sufrió con
los desengaños amorosos de la protagonista, compartió miedo con sus miedos,
cómo cuando escribió que estaba muy asustada ante la inminencia de acostarse
por primera vez con un chico, y sintió ansias de venganza ante aquel profesor
que impedía que la joven culminase sus estudios de informática suspendiéndola
de manera injusta y sistemática.
Diego no lograba comprender cómo Ana se
deshizo tan alegremente de aquellas confidencias, lo lógico hubiera sido
romperlo en mil pedazos o quemarlo, “¿responderá a un ataque de ira?, ¿supondrá
un intento de aniquilar el pasado?”. Necesitaba conocerla mejor, acercarse a
aquella mujer que tanta sensibilidad mostraba en sus escritos. Día sí, día
también permanecía frente al caserón estudiando, con ansiedad infantil, cada
prenda de vestir, cada tarro vacío de cosmético - “¡vaya, qué curioso, el rubio
es de bote!”- hasta que al fin la vio, llegó a casa sobre las once y media,
acompañada por un chico de aspecto pijo, desde la distancia pudo apreciar que
no era especialmente guapa, hasta él llegaron los ecos de una disputa que acabó
bruscamente al dejarlo ella plantado en mitad de la calle, mientras se metía en
casa corriendo y dando un gran portazo.
A la noche siguiente, en la basura,
aparecieron cientos de pedacitos de fotografías. Durante unos días se dedicó a
armar aquel puzzle de ojos, manos y sonrisas rotas, cuando lo terminó apareció
ante sí toda la historia de un amor, desde la adolescencia hasta el momento
actual, la última foto llevaba fecha de agosto. Contemplar a Ana a lo largo de
esos siete u ocho años no hizo sino confirmar que, sin ser una chica guapa,
poseía algo que la dotaba de un atractivo especial.
La primera vez que ella reparó en él
andaba con medio cuerpo metido en el contenedor, no pudo evitar dar un
respingo, más que por su aspecto, por la sorpresa de una cabeza saliendo de
semejante lugar. Con el tiempo se fue habituando a su presencia en la puerta de
casa, luego llegaron los holas y adioses, más adelante las charlas sobre
climatología, así hasta que se dieron el primer paseo por el barrio. Diego le
contó todas sus teorías sobre deshechos, cómo determinar la ideología de los
habitantes de una casa, la forma de calcular el poder adquisitivo de una
familia a través de la comida etc, también le explicó que había abandonado su
cómodo trabajo en la Asesoría
esperando algún día poder hacer publicaciones serias sobre residuos domésticos.
Se iniciaron largos paseos, muchas horas
de conversación, numerosos cafés en bares cutres, hasta que, en una de aquellas
tardes, sus labios se rozaron casualmente, cuando estaban susurrándose algo
sentados en un banco de un parque despoblado, a los besos siguieron toda una
serie de caricias, abrazos... hasta que terminaron por hacer el amor de
cualquier manera, lanzando miradas furtivas
a su alrededor por si eran sorprendidos. Entre jadeos y gritos de placer,
disfrutaron de sus cuerpos como nunca antes.
Continuaron viéndose cada día, ella
aprendiendo todo sobre la basura, él explicándole con amor cualquier detalle
que le hubiera pasado inadvertido, así hasta que los padres de Ana se enteraron
y le prohibieron volver a verlo. Por más que ella intentó convencerlos de que
Diego era una persona como otra cualquiera, las evidencias en contra de esa
tesis pesaban más, el “mendigo de la basura” –así lo conocían en el barrio- resultaba
demasiado famoso cómo para creer en la historia sin sentido que su hija les
quería colar.
Los padres, ya de por si autoritarios, no
dudaron en cerrarle las puertas de casa a cal y canto, y cuando la dejaban
salir era acompañada, de manera que con mucha suerte lograban intercambiar
miradas furtivas. Incluso trataron de implicar a la policía en el asunto, para
que no dejaran a Diego vagar por la
calle, no lo lograron, ni con el argumento de que la vida de su niña podía
peligrar, ni con el de lo rancio del
apellido Mendoza y su influencia en el destino del país. Ana desapareció por completo un buen día.
Diego se empleó con más ahínco que nunca
en sus basuras, buscando una señal, un mensaje, algo de su amada... todo en vano, fue un cortar de raíz cualquier
comunicación por parte de ella, que en estos meses había aprendido muy bien a
esconder señales delatoras.
Él seguía buscando día tras día, ya más
como ritual, que con esperanza.
Una noche de mayo, en medio de un
silencio casi absoluto, apenas roto por el maullar de los gatos, un grito de
hombre, gutural, desgarrador, salido de lo más hondo del alma quebró la calma;
la policía encontró a Diego desvanecido junto a un cuerpo de bebé, inerte,
muerto apenas vista la luz.
La basura, que hasta ese día, había sido
su fuente de esperanza, de ilusión se transformó cruelmente en el origen de la
pena más profunda que jamás volvería a sentir, ni siquiera pudo compartir el
calor de la piel de su hijo, ni escuchar su llanto de bebé, ni mirar el brillo
de esos ojos vacíos que quedaron abiertos para siempre. Ninguna explicación,
ninguna opción que elegir, sólo la nausea de la vida, la impotencia, la rabia y
el dolor como amigos en aquella noche de primavera y, seguramente, como
compañeros para siempre.
Alicia Camacho
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