Cuento de Egipto
No hace mucho tiempo, en un lugar de la Sierra, vivía un barbero que era más listo que el hambre.
En una ocasión vio pasar por delante de la barbería un leñador con un burro cargado de leña y le propuso un trato:
-Por diez monedas te compro toda la madera que traigas a lomos del burro.
Al leñador le pareció un buen negocio, así que hicieron el trato formalmente.
Descargó toda la leña, la apiló en la barbería y pidió el dinero
convenido. Pero el barbero le dijo que antes le tenía que dar el baste
de la silla de montar, que también era de madera, y, por lo tanto,
entraba en el trato. El leñador, furioso, no estuvo de acuerdo. Alegó
que en la compra de una carga de leña jamás se había incluido el serón.
- Lo siento –dijo el barbero-. El caso es que hemos hecho un trato, y un
trato es un trato. ¡Pues sólo faltaría que no respetáramos la palabra
dada!
Y añadió que, si no le daba el serón, se quedaría toda la leña sin pagarle nada.
El leñador tuvo que conformarse, pero fue a explicar e caso al juez, que
tenía fama de justo. El magistrado lo escuchó con toda la atención y
declaró que no le podía dar la razón: los tratos son tratos y deben
cumplirse. Ahora bien, le hizo una sugerencia que al leñador le pareció
muy adecuada.
A la mañana siguiente, el leñador entró en la tienda de aquel barbero
tan pícaro y le preguntó cuánto le cobraría por afeitarlo a él y a su
compañero. Y convinieron el trato de tres monedas por los dos. El
leñador se sentó, el barbero lo afeitó y, cuando hubo acabado, el
leñador le dijo:
- Un momento, que voy a buscar a mi compañero.
Y, al cabo de poco, regresó con su burrito y dijo al barbero que aquél
era su compañero. Le pidió que lo afeitara bien afeitado, tal como
habían convenido. Entonces fue el barbero quien protestó indignado.
- ¿Dónde se ha visto que un barbero afeite a un asno? –Exclamaba el barbero, exaltado, como si acabara de recibir un insulto.
- Lo siento –dijo el leñador-. El caso es que hemos hecho un trato, y un
trato es un trato. ¡Pues sólo faltaría que no respetáramos la palabra
dada!
Tuvieron que llamar al juez, que dio la razón al leñador. Así que el
barbero tuvo que afeitar al burro del leñador, cosa que le llevó unas
cuantas horas de trabajo.
¡Cómo se reía la gente del barrio, que se había reunido alrededor de la tienda, atraída por aquel caso tan singular!
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