Cada árbol será
después una hoguera que habla.
José Lezama Lima
Le
dijo terminante que no había remedio y luego se quedó en silencio, cabizbajo,
mirando la simetría de los rombos negros y blancos de la cocina. Así, apoyado
sobre el lavadero de los platos, Menelao se fue convirtiendo ante los ojos de
Helena en un ser irreal; era como si en esos momentos su rostro se hubiera
desvanecido bajo la luz efervescente de la tarde. Afuera -sombras, destellos,
reflejos- el mundo se había petrificado: el viento de agosto había cesado de
barrer las hojas secas del patio y entre los cipreses mustios no se escuchaba
la cotidiana bulla de los colibríes. Como un espectro bajo la luz turbia, levantó la cabeza para mirarla. Tenía la barba crecida y los cabellos en desorden, los ojos abismados, los labios gruesos entreabiertos en un gesto, en una mueca monstruosa que no parecía provenir de él sino de alguien muerto hacía mucho tiempo. Ella sintió que sus ojos oscuros la atravesaban, que en otro tiempo, tras un estallido de metales y gritos roncos, él la había ido a buscar -inútilmente- a un lugar lejano, y que ahora estaba ante ella otro hombre, mirando a una Helena vacía, borrosa, confusa, el reflejo del reflejo de su imagen hundiéndose rápidamente en la bruma.
En el interior de ella algo temblaba, se desmoronaba y, al mismo tiempo empezaba a levantarse, a saltar, a aletear como pájaro ciego en una jaula cerrada. Helena atinó entonces, no sabe cómo, a balbucear que sí, que era lo mejor, que entre ellos todo había terminado hacía siglos, que solo la costumbre y la cobardía los había mantenido unidos, que ya estaba harta, sí, harta de sus patrañas y fingimientos, que el amor -ese amor medroso, pequeño, mezquino que él alguna vez juró sentir por ella- nunca había podido llenar ni el más insignificante de sus sueños. Percibió por un instante que no era ella la que respiraba, sino la casa entera con su oscuro, denso tiempo acumulado la que inhalaba y exhalaba a través de su cuerpo. Las palabras resbalaban de sus labios, caían al piso, chocaban contra las paredes, regresaban como ondas crispadas, como ecos resonantes de otra mujer acaso más alta y más fuerte, de una Helena decidida finalmente a saltar el abismo y a abrir las alas de cera bajo el sol.
Él se la quedó viendo como a una desconocida, no parecía creer lo que estaba escuchando: quien se iba era él, quien la abandonaba en la horfandad era él, y sin embargo era ella la que, desafiante, lo expulsaba de su pequeño reino de camas destendidas y platos sucios. No habría guerra, no, ella se lo estaba diciendo ahí mismo, sin ardides, sin sus otrora gritos histéricos. Aquello que estaba sucediendo era todo lo que obtendría, una ligera y última escaramuza entre dos ejércitos que se habían fingido cordialidad por demasiado tiempo.
Sin poder soportar el inesperado cambio de papeles, Menelao se abrió paso en medio de ese aleteo de palabras que continuaban saliendo cada vez más duras desde algún lugar secreto, desde algún oscuro desván interior donde ella había acumulado un poder desconocido hasta entonces por él. Cruzó frente a ella como un fantasma abatido; no la miraba, no podía mirarla y, al mismo tiempo, no podía dejar de escuchar sus palabras, esas palabras que ella en su exaltación sentía como libélulas revoloteando bajo el sol, como peces de colores saltando sobre aguas turbulentas, como excrementos oscuros largamente guardados y ahora arrojados sobre aquel rostro estupefacto.
Menelao levantó la pequeña maleta de cuero, como si de pronto ésta se hubiera convertido en un fardo lleno de espadas, escudos y alabardas herrumbradas. Salió. Afuera otra vez el viento de agosto soplaba con furia. Helena se quedó mirando cómo la polvareda se tragaba a un desconocido, mientras cruzaba, cada vez más pequeño, el puente sobre el voraginoso Escamandro. Se observó en el espejo. No había lágrimas en sus ojos, pero sus labios secos temblaban a punto de estallar en un grito. Atrás, como estatua de sal, el pequeño Paris, mirándola.
Autor: Edgar Allan Garcia
No hay comentarios:
Publicar un comentario