Aquélla tarde no
me podía escapar de ir al cementerio. A la edad de once años, cuando tu padre
te decía una cosa obedecías por narices, al menos en aquellos tiempos; por otro
lado, es normal que si se muere un abuelo la familia en pleno vaya al funeral y
luego al entierro.
Pero a mí
el cementerio me daba un miedo cerval. A esas edades tales lugares suelen
impresionar, pero en mi caso estaba lo que se dice totalmente acojonado; había
sufrido una experiencia muy traumática, medio año antes, escuchando una simple
emisión radiofónica. Tenía la radio puesta mientras hacía los deberes, cuando
iniciaron una versión adaptada de “La noche de los muertos vivientes, cap. no
sé cuantos”. Es curioso el efecto que nos produce el miedo, no? Espanto, pero
al mismo tiempo fascinación, como esa gente que se tapa la cara con las manos,
pero dejando siempre una rendijilla entre los dedos... igual temen que su
imaginación aumente la fuerza de aquello que les aterra. De la misma forma, yo
no podía dejar de oír el serial...todavía recuerdo mi cara desencajada, los
latidos peligrosamente acelerados de mi corazón, mientras escuchaba como
aquella pobre gente tapiaba con tablones las puertas y ventanas, en un vano
intento de impedir la entrada de los cadáveres ambulantes; al final no pude más
y cerré el transistor. Mi pequeño mundo había cambiado por completo. Mi casa,
antaño un refugio seguro, estaba plagada de sombras amenazadoras, se escuchaban
crujidos otrora inexistentes, se sentían presencias acechando...aunque la luz
del día mejoraba la situación.
Pero con el
cementerio no había nada que hacer: vivíamos bastante cerca de él, y
frecuentemente tenía que pasar por delante con la bici; aún de día, la
imaginación me ofrecía, en una suerte de proyección eidética, la visión de
hombres caminando, vacilantes, con los brazos estirados hacia adelante,
ululando y buscando comida fresca. De noche, creo que hubiera preferido morir
antes que cruzar por delante del siniestro recinto. Sin embargo, todo tiene
solución, y dando un rodeo bastante largo (muy largo) por otro camino, me
ahorraba el mal trago.
Mi pequeña
maniobra de escape había funcionado hasta esa fatídica tarde, y, fuertemente
cogido de la mano de mi padre, junto a toda la parentela nos dirigíamos al nicho
donde había de descansar por siempre mi abuelo. El camino estaba cubierto de
arena, y los crujidos que provocábamos al caminar despertaban resonancias
siniestras en mi cerebro; no podía dejar de girar la cabeza por si los
monstruos nos estaban siguiendo, no podía dejar de encogerme cuando pasábamos
al lado de un ciprés, de un panteón, por si había algún zombi acechando... sólo
deseaba regresar a casa. Al final, la triste comitiva recaló delante de una
hilera de nichos... el capellán oficiante, que por cierto también era tío mío,
dijo algunas palabras y los operarios empezaron su labor; rompieron la pared de
mampostería que tapaba el nicho y... ¡sacaron un viejo ataúd que había dentro!.
Se lo comenté en voz baja a mi padre, él se agachó y me dijo...
-
Sssshhhhh...es el ataúd de la abuela, que murió hace ya muchos años...
-
¿ Pero qué harán con eso?
-
Nada, meten los dos ataúdes en el mismo nicho.
-
Pero no van a caber...
-
Sssshhhh....siempre se hace eso...los chafan y lo meten como pueden... si
prefieres no verlo, puedes irte, no pasa nada.
¿Quéeeee?¿Irme yo
sólo? Y qué más!, yo de allí no me movía ni con grúa, hicieran lo que hicieran
con la caja esa... y, efectivamente, tal como había dicho mi padre, empezaron a
golpear la caja con ánimo de aplastarla...zas! pam! pumba! ¡Joder, que
barbaridad, no parecía posible que normalmente se hicieran aquellas cosas tan
macabras!
Pero... la caja
se resistía, los enterradores empezaban a sudar la gota gorda y a darle con más
empeño a la caja, leñazo va, trastazo viene, y ni por ésas... en ese momento,
por el rabillo del ojo vi un movimiento raro, como un estertor, y me fijé que
mi primo Tomás (uno muy mayor y grandote) estaba haciendo esfuerzos para no
reírse. Mejor dicho, reírse se estaba riendo, pero para sus adentros, y con
evidentes ganas de echarlo todo para fuera, por lo visto la pelea que tenían
los empleados con el ataúd le hacía mucha gracia. Empecé a sentirme
incomodísimo, como sintiendo vergüenza ajena... y aquella gente, dale que te
pegooooo, y nada, la maldita caja que se resistía... el primo parecía como si
estuviera a punto de sufrir un ataque, como no parase pronto igual se le
escapaba una ventosidad y todo!. Toda la comitiva se había dado cuenta de lo que
le estaba pasando, pero lejos de llamarle la atención, parecía que les estaba
contagiando la risa... hasta que al final, el primo no pudo más y estalló a
carcajadas, provocando que todos los parientes hicieran lo propio...
Yo estaba entre
escandalizado y temeroso.¡Reírse de aquella manera en un cementerio! Iban a
fulminarnos los rayos, todas las lápidas saltarían disparadas de los nichos, el
abuelo rompería el ataúd de un puñetazo y nos echaría mal de ojo, el tío
capellán nos maldeciría para siempre...aunque... ¿donde estaba el tío capellán?
Vi que se retiraba discretamente, también partiéndose el pecho. Los únicos que
no se reían, aparte de mí mismo, eran los enterradores, que, azorados por las
risotadas, redoblaron sus esfuerzos hasta conseguir su propósito, e
introdujeron como pudieron la caja destrozada en el cubículo donde ya habían
depositado el féretro del abuelo, empezando con rapidez a emparedar el agujero;
aquello tuvo un efecto instantáneo sobre las risas, que finalmente cesaron. El
tío capellán, ya recompuesto, dijo otras cuatro palabritas, y, algo cabizbajos,
creo que sería más exacto decir francamente avergonzados, emprendimos el camino
de regreso. Recuerdo que, en ese corto trayecto, estaba inmerso en un mar de
sensaciones, pero ni el miedo ni el alivio estaban entre ellas...aunque parezca
mentira, me sentía...consternado, aún peor: ¡francamente desilusionado!,
porque no había pasado absolutamente nada, ningún cataclismo, ningún
prodigio... y me di cuenta de que ya no andaba encogido.
En casa nunca se
mencionó el vergonzoso suceso, tácitamente nos dábamos cuenta de que...¡ay de
aquel a quien se le ocurriera sacar el tema de las carcajadas! Pero la verdad
es que a mí me vino la mar de bien: a partir de ese día, nunca más
necesité dar aquel largo rodeo para regresar a casa.
Francesc Carbó
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