Había una vez una hermosa jovencita que
no tenía ni marido, ni padre, ni madre, ni hermanos, ni ningún otro familiar:
todos ellos habían muerto. Vivía sola en una cabaña en un extremo del pueblo; y
nadie venía a verla, ni ella nunca iba a ver a nadie. Una tarde, un viajero
bondadoso llegó hasta su casa, abrió la puerta y gritó: “Soy un viajero que
viene de tierras lejanas. Quisiera descansar aquí, pues no puedo ir más lejos”.
La doncella le repuso: “Quédate aquí; yo
te daré un colchón donde dormir y, si quieres, también algo de comer y beber”.
El benigno viajero pronto se acostó y
dijo: “Por fin puedo volver a dormir; ha pasado mucho tiempo desde que dormí
por última vez”.
“¿Cuánto tiempo?” Preguntó la muchacha.
Y el respondió: “Querida doncella, yo no
duermo más que una semana cada mil años”.
La muchacha rió. “Te estás burlando de
mí; eres un pícaro”. Pero el viajero estaba ya profundamente dormido.
Al día siguiente por la mañana se levantó
y dirigiéndose a la joven dijo: “Eres una muchacha bonita. Si quieres, me
quedaré aquí una semana entera”.
Ella consintió feliz, pues se había
enamorado ya del buen viajero. Pero una noche, mientras dormían, ella se
despertó sobresaltada y exclamó: “Querido compañero, he tenido un sueño horrible.
Soñaba que te volvías todo frío y pálido y que viajábamos en un hermoso carro
tirado por seis pájaros blancos. Tú hiciste sonar un potente cuerno y una
enorme multitud de muertos salían a nuestro encuentro y se unían a nosotros: tú
eras su rey”.
Inmediatamente él se incorporó y dijo:
“Querida mía, debo irme, pues ni una sola alma en el mundo ha muerto en el
mundo durante todo este tiempo. Debo partir, déjame”.
Pero la muchacha se echó a llorar
mientras suplicaba: “No te vayas; quédate a vivir conmigo”.
“Debo irme”, aseguró él. “Que los dioses te
guarden”.
Pero cuando él tomó su mano para
despedirse, ella le dijo: “Dime al
menos, querido compañero, quién eres”.
“El que sabe mi nombre muere” dijo el
viajero. “En vano me preguntas; no te diré quién soy”.
La
chica siguió llorando: “Sufriré cualquier cosa, no me importa, pero dime quién
eres”.
“Está bien”, accedió el hombre; “entonces
ven conmigo: Yo soy la muerte”:
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