Cierto que su vida estaba constituida por
un cúmulo de circunstancias atípicas, de anécdotas que al común de los
mortales no le sucedían, si acaso sólo
alguna de ellas, pero esto último era demasiado, incluso para ella, sobrepasaba
el límite de lo incidental para caer de lleno en el de lo surrealista.
Se supone, al menos eso consideraba,
hasta que pasó lo que pasó, que un hermano mayor te defiende, lucha por ti, y
castiga, al menos amenaza, a quiénes se propasan. Tan extrañas reacción en él,
le llevó a variar el objeto de sus disquisiciones, de los acontecimientos
recién sucedidos a cómo su hermano había
encajado los hechos.
Mientras permanecía en la cama, mirando fijamente al techo
sin ver nada, consideraba que, desde luego, no le había faltado razón en su
argumento, pero ella se sintió algo decepcionada por esperar un “dime dónde
tiene la parroquia, que se le va a caer el pelo”, o, cuando menos unas palabras
de ánimo, de consuelo y no aquélla frase lapidaria, soltada con desgana, entre
bostezos para continuar con el sueño interrumpido.
Ésa tarde se había casado su amigo
Fernando (un escritor tan prolífico como conocido en su casa a la hora de
comer), con una chica mucho menor que él, hermosa, con aspecto de musa de la
poesía y ataviada de la forma más bucólica posible; vestido blanco de gasa con
aire de antiguo y una diadema de florecillas silvestres multicolores. La
ceremonia tuvo lugar en una de las iglesias emblemáticas de Granada, en pleno
meollo del Albayzin, y la había oficiado un amigo del novio, un cura de los
modernos y barbados, de los que reclaman a voz en cuello la necesidad de
terminar con el celibato.
Acabada la ceremonia los amigos más
íntimos, junto con el cura moderno, fueron a tomar unas copas a un pub pelín trasnochado,
con cierto aire bohemio, de ésos que andan repletos de artistas
potenciales, que acaban por limitarse a
publicar sus obras en servilletas de papel casi transparentes y llenas de
borrones y manchas, mientras, entre copa y copa, reclaman el reconocimiento que
se merecen y que no llega por estar las editoriales plagadas de “vacas
sagradas” que deben más a su nombre que a su talento real.
Allí no se habló de viaje de novios a
lugares paradisíacos, ni de la posible
maternidad venidera, ni de lo hermoso del amor, sino, como siempre, de
poesía, de arte, de cuando triunfarían los poetas de la razón frente a los de la experiencia. La
novia andaba visiblemente aburrida, como musa poco tenía que opinar, y Natalia
andaba más preocupada pensando quién la acompañaría a casa que en el
hermestismo de la Alambra
o en el origen de la alquimia. Vivía lo suficientemente cerca del pub, como
para resultar ridículo coger un taxi, pero no tanto como para no sentir miedo
de irse sola en la madrugada a casa, sabía, y lo sabía muy bien, que el
laberinto de callejas adyacentes a la Carrera del Darro frecuentemente se convertía en
el lugar de escape de los chorizos. Hasta que el padre Paco le dijo que
tranquila, que él, llegado el momento, le depositaría intacta en la puerta de
casa, que además le venía de paso para su convento.
Nada más enfilar la Carrerra del Darro Paco
se abalanza sobre Natalia, se convierte en el hombre-pulpo, a la vez que se
adorna de frases cómo: “Nunca tendrás otra oportunidad de estar con un cura”,
mientras sigue tratando de meter la lengua hasta el fondo de su boca, de
estrujar sus pechos... ella contrargumenta, mientras trata de sacárselo de
encima, le dice que si al menos estuviera bueno, se lo pensaría y que su
condición de cura le importa un carajo, que le cuenta la de hombre y que ésta
no le convence en modo alguno. Él le saca la blusa del pantalón de un tirón,
ella pelea por volverla a su sitio, continúa en forcejeo hasta la puerta de
casa, hasta que al fin logra zafarse, cierra con ira y se apoya de espaldas en
la puerta para tomar aire, está a medio camino entre la indignación y el
asombro, se plantea denunciarlo al obispado, segura de que no ha sido la
primera, ni será la última, en sufrir semejante acoso y que seguro que ya le ha
funcionado con anterioridad, de ahí la seguridad del cura.
Recuperado el aliento entra en casa a
oscuras, con los zapatos en la mano, para no despertar a su madre, se desliza
hasta el cuarto de su hermano y lo zarandea, mientras trata de despertarlo
con voz queda, son las cuatro de la
madrugada:
- Jose, Jose...¡despierta
tío!..., mira lo que me ha pasado...
- ¿hum?
- Tío, por favor... que te lo
tengo que contar.
- ¡hum!... ¿qué?, farfulla
abriendo un ojo.
- Jose, ¡joder!, hazme caso, que
es muy fuerte.
- ¿Qué pasa, qué hora es?.
- ¡El cura!... el cura que ha
casado a Fernando... ¡tío, que casi me viola en medio de la calle!.
Ahora si abre los dos ojos, vidriosos por
el sueño, la mira fijamente y se produce un silencio de unos segundos, al final
de los cuáles suelta un: “¡A ver si es que te crees que los curas no tienen
polla!”, se da la vuelta y continúa durmiendo, mientras Natalia permanece
inmóvil en el centro del dormitorio... ni una palabra más.
Por fin reacciona y se mete en la cama
mientras piensa que para qué quiere una hermanos mayores... que sí, que vale
que los curas tienen polla, pero no es normal andar echándose encima de la primera
que pasa por su lado... que al menos la podría haber consolado, preguntarle si le había hecho daño...
claro.... que se veía que no... ¡jo, por
lo menos una propuesta de denuncia!, ¡algo!. La respuesta del hermano es tan
aplastantemente lógica, que hasta la ha dejado sin ganas de llorar, le ha
quitado el enfado, la impotencia, ya sólo tiene sentido tratar de dormir para
no llegar con ojeras a la
Facultad.
Alicia Camacho
No hay comentarios:
Publicar un comentario