No está en mi mano decir el nombre de la persona sobre la que voy a
hablar, vivió hace ya tanto tiempo; pertenecía, sin embargo, al Clan
McDonald. Vivió en la época en que los caudillos del Clan McKenzie se
convirtieron en señores de Gairloch, y su morada estaba en Gairloch.
Este McDonald era un hombre que disfrutaba enormemente con la historia
de los Fiann.
Cierta noche de invierno, estaba sentado en la vera
del fuego cuando llamó a su puerta un pobre hombre que pidió permiso
para quedarse allí a dormir. Como era costumbre entre los montañeses,
McDonald se lo concedió. Cuando el desconocido se hubo sentado, el
anfitrión comenzó de immediato a pedirle noticias y a interrogarlo a
propósito de los Fiann.
Nada más comenzar la conversación, Mcdonald
obtuvo del otro un relato sobre los Fiann que no había oído jamás. Sin
embargo, la conversación no había avanzado mucho cuando el amo de la
casa quiso saber el nombre del otro.
El desconocido contestó que se llamaba Mcmillan el Arpista.
Un
nombre semejante que no pudo sino causar gran asombro en el anfitrión;
en cualquier caso, ninguno de los dos se acostó hasta romper el alba;
Mcmillamn el Arpista [se pasó toda la noche] contando leyendas sobre los
Fiann.
Mcmillan se quedó el resto del invierno en casa de los
McDonald, y cada noche recitaba un nuevo relato sobre los Fiann. Y así
fue hasta que llegó la primavera, y con ella los trabajos primaverales y
la labranza. Al cabo de cada surco, Macmillan tenía un nuevo relato
sobre los Fiann. Cada vez que le contaba a McDonald una historia sobre
su heroísmo y las desesperadas aventuras que solían tener, éste decía:
-Qué lástima que no me haya tocado vivir en sus tiempos; lo hubiera dejado todo para seguirlos.
Como
McDonald trabajaba durante el día, por la noche solía estar cansado.
Sucedió así que era Mcmillan el Arpista quien acostumbraba sacar los
caballos [al anochecer], e iba con ellos hasta el gran Arroyuelo de Loch
Dring, antigua morada de los Fiann.
Una noche de cada dos, Macmillan
no regresaba antes del amanecer, y solía ser entonces cuando traía
algún nuevo relato sobre los Fiann. [Al oírlo,] MacDonald repetía
siempre las misma palabras: que era una lástima que no hubiera vivido en
sus tiempos, cuando habría podido contemplarlos.
Al final, Macmillan
le dijo que, si se veía capaz de verlos sin desfallecer, que lo
acompañar a esa misma noche, y él le permitiría contemplarlos en una
visión.
Así, al anochecer salieron juntos con los caballos. Dejaron a
los animales en Achadh na Féithe Dìrich, pero ellos todavía siguieron
un largo trecho, hasta Féith Mhór.
Cuando se hubieron sentado, Macmillan le dijo a McDonald:
-Bueno, mucho me temo que tan débil es tu espíritu que verlos será demasiado para ti.
McDonald replicó que, si había alguien que podía resistir verlos, ése era él. Cuando hubo dicho esto, Macmillan le dijo:
-Apoya la cabeza cerca de mí y deja que te la ate.
[Y
se la ató con fuerza.] A continuación extrajo un silbato y lo hizo
sonar, ¡y de que manera! ¡A McDonald le pareció que se le hacía añicos
la cabeza!
Macmillan le preguntó entonces si podía levantar la
cabeza. McDonald le dijo que sí. A continuación Macmillan hizo sonar el
silbato otra vez, y otra, hasta que finalmente McDonald tenía la cabeza
casi hecha trizas. [Por último,] Macmillan le pidió que la levantara.
Así
que Mcdonald levantó la cabeza y miró hacia la suave ladera que se
extendía ante él; entonces vio, en efecto, a unos hombres que se
acercaban, hombres armados hasta los dientes, mas ah!, eran ellos! Y
sujetos por correas les acompañaban sus perros, y vaya perros! Avanzaron
derechos hacia él, y durante un rato McDonald fijó intensamente en
ellos la mirada. Pero, a medida que se fueron acercando, comenzó a
desmayarse, y después, tras perder por completo el conocimiento, quedó
durante un rato sumido en un sueño profundo. Pues tan imponente había
sido la visión que no había sido capaz de resistirla.
Al
despertar de su desvanecimiento, a su lado sólo estaba Macmillan el
Arpista, que lloraba encima de él y derramaba lágrimas sobe su rostro.
-Ay!
Desdichado! -dijo Macmillan-, qué perdida más grande la tuya al no
haber podido resistir hasta poder hablar con esos campeones! Has de
saber que esos héroes jamás retornaran otra vez, ni a tu llamada ni a la
mía!
Entonces se levantaron, y sombría y tristemente regresaron a
casa. Durante el camino, Macmillan habló, pero lo más importante que
dijo fue esto:
-Ay de ti, desdichado, que no pudiste resistir
hasta haber hablado con esos héroes! Pues ellos te hubieran otorgado el
don del triunfo, tanto en la oratoria como en la caza, don que mucho
bien os hubiera hecho a ti y a tus descendientes.
Volvieron a
casa, y se dice que pocos días después Macmillan el Arpista murió. Antes
de morir, creció hasta alcanzar un tamaño gigantesco. Tan grande llegó a
ser que tenía la cabeza en un extremo del granero (donde solía dormir) y
los pies en el otro. Así que no lo pudieron levantar para sacarlo
entero del granero, y fue necesario dividirlo en cuatro partes para
llevarlo fuera y enterrarlo. De este modo sepultó McDonald su cuerpo, lo
sepultó lo mejor que pudo.
Cuando se enteró de su muerte, el
laird de Gairlochdijo que, de haberlo sabido antes, hubiera tenido unos
funerales más costosos; dijo también que el nombre por el que se hacía
llamar no era el verdadero, pues no se trataba de Macmillan el Arpista
sino de Noble Berro, Hijo de Fiann.
Todo cuanto queda todavía en
Gairloch de la historia de los Fiann procede de los restos del
repertorio de relatos de McDonald. Debe decirse que el cuerpo de
Macmillan el Arpista está en Inverasdale, al amparo de un cerro situado
en los terrenos de la escuela, al noroeste de la casa. Debido a esto, el
cerro se llama hasta el día de hoy MONTÍCULO DE MACMILLAN.
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