POR LIMA
Santiago vive en un laboratorio. Ha nacido allí, ha aprendido a leer allí y
pasa su vida en ese mismo lugar. Lo han tratado bien, no se puede quejar, pero no
sabe lo que hay al otro lado de las paredes ni de las ventanas que dan a otros
pabellones igual al lugar en donde vive. Tiene muchos deseos de ver lo que sucede
afuera. Desde pequeño ha tenido esa curiosidad pero ahora ya cumplió siete años,
según le han hecho saber. Está pensando en un plan para poder salir y observar,
aunque sea desde la puerta, cómo es el otro lado del edificio donde vive.
Hay muchos corredores con miles de puertas, casi todas cerradas, y rejas con candados.
Las ha visto cuando lo llevan rodando en camilla de una habitación a la otra, de
una sala de operaciones a una sala de rehabilitación.
En las noches oye murmullos y alaridos pero no sabe de dónde provienen.
Una vez vio a un animalito que se escapó y llegó cerca de donde él estaba en ese
momento. Lo observó solamente a través del vidrio de una puerta porque lo
cazaron y se lo llevaron, medio muerto de susto como estaba. Parecía una rata
pero era más grande. Él ha visto algunos animales en la pantalla, cuando lo dejan
mirar, porque generalmente, no le está permitido. Los instrumentos que tienen allí
son solamente para los médicos investigadores y no para los ejemplares de
laboratorio, como le han dicho.
Conoce a casi todos los doctores, a las mujeres que barren en las mañanas y
a los limpiadores de lámparas y vidrios. Cuando son nuevos, algunos van una sola
vez y no quieren seguir trabajando allí. Probablemente se asustan de la
responsabilidad pero el caso es que no los ve más. A veces, algunas personas le
traen juguetes de regalo. Sobretodo las mujeres que barren. Felizmente, tiene un
cuarto todo para él, donde puede hacer correr su camión de madera, jugar a la
pelota o armar una guerra con sus soldados de plástico. No es muy grande y no
tiene ventanas pero, al menos, es un lugar sólo para él. No conoce otras personas
como él. Habla con dificultad, cuando le preguntan algo, y sólo con los médicos
que lo atienden.
No lo dejan salir del establecimiento porque no puede recibir los rayos de
sol en su cuerpo. Además, ha estado muy delicado de salud últimamente. Pero
ahora se siente bien.
Cada cierto tiempo debe quedarse en cama y lo alimentan a través de tubos
y agujas que hincan por todo su cuerpo. Entonces, vienen otros médicos, también
de lugares lejanos, a examinarlo, a estudiarlo, a analizar su sangre y sus vísceras.
Lo colocan en un aparato y lo revisan. Están horas contemplando cómo pasa la
sangre por sus venas y cómo se mueve el corazón. Sí, porque su piel es
transparente y pueden ver dentro de él como si, verdaderamente, no existiera para
nada.
Felizmente tiene un nombre. Él es Santiago. Si no lo tuviera, pensaría que
ni siquiera es alguien, porque ser transparente le da la sensación de disolverse en
cualquier momento en el agua en que se baña, o bajo la luz artificial donde lo
colocan para examinarlo.
Quiere salir del laboratorio y ver lo que hay afuera, antes de que vuelvan a
operarlo, porque después va a pasar largo tiempo en cama. Dentro de poco le van
a cambiar la médula espinal para ver cómo se comporta su cuerpo, según ha
escuchado decir a los médicos. No necesitan ni anteojos, ni radiografías, ni
microscopios. Basta observarlo y, cuando se desnuda, él mismo ve cómo se
mueven sus huesos, cómo corre la sangre, cómo llega el alimento hasta su
estómago y luego baja por los intestinos. Ha aprendido todo eso, mirándose a sí
mismo, a ratos, porque tampoco le permiten quedarse mucho rato sin la ropa que le
entregan limpia todas las mañanas. Lavada, desinfectada y planchada.
Lo tratan bien. Las papillas que le dan de comer, tienen el mismo sabor
aunque a veces cambian de color, pero no se puede quejar.
Va a esperar a que sea la hora en que se retira la mayor parte de los
médicos para salir a la puerta del establecimiento y ver lo que hay afuera. Ha
pensado, con astucia, cómo hacer para que la puerta no se cierre del todo, y poder
abrirla desde adentro.
Apenas escucha que se despiden los ayudantes, los asistentes, las auxiliares,
así como los médicos, investigadores, químicos, farmacéuticos y demás personas
que lo rodean de día, se escabulle. Quita el cartón de la puerta donde lo ha puesto
para impedir que se cierre herméticamente y sale de puntillas.
Al fondo de un corredor largo, ve escaleras en espiral y baja, un pie delante
del otro, cogiéndose de la baranda porque teme caerse. Nunca ha bajado o subido
una escalera. ¡Ya era hora que lo hiciera! ¿Cómo no se le ocurrió antes? ¿Es que
estaba siempre medio dormido, o es que ahora está más despierto?
Paso a paso llega al fondo de la escalera que parece un caracol. Hay un
reflejo en la pared. Se asusta porque parece una calavera andante. Acerca la mano
y el reflejo acerca su mano. Se tocan y el otro es frío. Alza los brazos y el reflejo
también alza los brazos. ¡Horror! ¿Esa calavera andante es él? ¿Un ser lleno de
latidos por dentro, con una piel tan cristalina y delicada que lo cubre? Escucha
latir su corazón y parece que fuera a salirse de su pecho.
Aterrado, corre hacia la puerta. No está cerrada con llave. La abre y sale
finalmente al aire libre, al espacio exterior, fuera del laboratorio que fue su hogar;
de ese encierro donde pasó su vida desde que nació. Los últimos rayos del sol,
detrás del pabellón de enfrente, lo bañan de luz. Siente que la piel le quema, se
incendia, le sale humo y poco a poco, se va desintegrando, disolviendo,
desapareciendo hasta que queda sólo un montoncito de ropa, lavada, desinfectada y
planchada, en el suelo.
Eso fue todo lo que encontraron de Santiago, en la puerta del
establecimiento médico, el día que tuvo el valor de asomarse fuera del laboratorio.
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