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martes, 7 de febrero de 2012

LA LARGA VIDA DE OSSYAN(oisin)

De acuerdo con una antigua leyenda irlandesa, Ossyan, el bardo/guerrero hijo de
Finn McCumhall 1, alcanzó la edad de trescientos años, y así es como él mismo
relató sus andanzas, al regreso de Tirnanoge 2

Luego de acallarse los últimos ecos bélicos de la batalla de Gavra, donde
cayeran tantos de nuestros hombres, estábamos con un grupo de guerreros fianna
cazando en la ribera oeste del Lough Lein, una hermosa mañana de primavera cuando, mientras
galopábamos tras un enorme ciervo de ocho puntas, divisamos a un jinete que avanzaba hacia
nosotros, proveniente del oeste. Mirando atentamente, pudimos ver que se trataba de una mujer,
montada sobre un magnífico y brioso potro blanco como la nieve. Tanto mi padre, Finn, como el
resto de la comitiva —incluido yo, por supuesto— quedamos tan sorprendidos ante la presencia
de tan hermosa doncella, que el ciervo escapó rápidamente, perdiéndose en la espesura del
bosque de Athlone.
La bella y desconocida joven, pues no tendría más de diecisiete años, vestía un suntuoso
vestido negro, salpicado de estrellas de oro rojo, y ceñía su talle con una cadena del mismo metal.
Su cabello dorado, que caía en cascada por su espalda, cubriendo en parte el respaldar de la silla,
estaba ceñido en su frente por una diadema, también de oro, guarnecida de esmeraldas y rubíes.
Sus ojos celestes eran tan límpidos y claros como dos gotas de rocío y, mientras su mano
diminuta y marfilina sostenía las riendas de seda recamadas en oro, se mantenía erguida sobre la
silla con más gracia que los cisnes de Lough Lein. El blanco corcel estaba cubierto con una fina
gualdrapa de seda roja, y en toda Erín no habría podido encontrarse un potro más hermoso ni
mejor plantado que aquél.
Al llegar junto a nosotros, la doncella se dirigió a Finn con una voz tan dulce y gentil como
ninguno de nosotros había oído jamás:
—Finn McCumhall, rey de los fianna, he llegado aquí luego de un muy largo y cansador
viaje, ya que mi país se encuentra al otro lado de Erín, en el Mar Occidental. Soy un hada, pero
también soy la hija del rey de Tirnanoge, la princesa Niamh, La de los Cabellos de Oro.
—¿Y cuál es la causa que te ha hecho venir desde tan lejos, atravesando el mar y toda
Irlanda? ¿Te ha abandonado tu esposo? ¿O quizás has tenido algún otro inconveniente peor?
—Mi esposo no podría haberme abandonado, porque jamás tuve uno, ni estuve comprometida
con hombre alguno. Pero mis poderes mágicos me han permitido conocer a tu hijo Ossyan y me
he enamorado de él; eso es lo que me ha traído a Erín. Sin embargo, no creas ni por un minuto
que mi amor se debe simplemente a un capricho o un impulso; mis poderes, como te he dicho, me
permitieron apreciar su valor en la batalla, su gentileza, su bondad y su condición de caballero sin
tacha, y esto me ha llevado poco a poco a enamorarme de él. Créeme que no me ha sido fácil
decidirme; muchos príncipes y nobles de mi padre han solicitado mi mano en matrimonio, pero
jamás he aceptado sus propuestas, ni he permitido que mi padre lo hiciera, hasta que comprendí
que mi corazón sólo podría latir por tu gentil hijo Ossyan.
Al contemplar y escuchar a la hermosa doncella pronunciar estas palabras, sentí mi pecho
inflamado de amor por ella; acercándome, tomé su blanca mano y le murmuré, desde lo más
profundo de mi corazón, que era una dulce estrella, plena de brillo y de hermosura, y que, de allí
en más, no podría existir otra mujer en mi vida.
—Entonces te impongo un geis3 que los héroes auténticos jamás violan: me acompañarás en
35
mi corcel hasta Tirnanoge, el país de la eterna juventud —dijo la rubia Niamh—. Es la más
placentera y atractiva de todas las regiones del orbe; allí abundan las joyas y los metales
preciosos, pero nadie los atesora, porque no son necesarios. Las plantas fructifican todo el año y
el alimento se obtiene sin esfuerzo alguno. Te proporcionaré los caballos, los sabuesos, las ropas
y las armas que tu capricho te dicte, entre ellas una arma dura y una cota de malla que no pueden
ser
traspasadas por arma alguna, y una espada templada mediante un hechizo, de la cual ningún
hombre ha escapado vivo. Obtendrás majadas incontables de ovejas con vellocino de oro, rebaños
enteros de vacas que te proporcionen su carne y su leche, y cientos de arpistas y gaiteros que te
acompañen en tus relatos. Miles de guerreros estarán bajo tu mando, y ostentarás el escudo que
mi padre, el rey de Tirnanoge tiene reservado para ti, y que te protegerá en las batallas y todos los
peligros que puedan surgir en tu camino. Por tu cuerpo no pasará el tiempo, y no sufrirás la
degradación de la vejez y las enfermedades; serás eternamente joven y tu actual fuerza y gallardía
no te abandonarán jamás. Gozarás de todos estos beneficios y muchos más, que sería demasiado
largo enumerar, y yo seré tu esposa, si aceptas venir conmigo a Tirnanoge.
—No habría sido menester que me mencionaras todas esas maravillas, ni que me pusieras el
geis para inducirme a ir contigo a cualquier lugar, ya sea de este mundo, de otro, o al mismo
infierno, si fuera necesario. Desde el momento mismo en que mis ojos se posaron en tu
hermosura, tú eres la única mujer para mí. Te acompañaré extasiado al País de la Juventud.
Cuando mi padre y los fianna me oyeron pronunciar estas palabras, lanzaron un grito de pena
al comprender que los abandonaría, y Finn, acercándose, estrechó fuertemente mi mano, diciendo
con tristeza:
—¡Ossyan, hijo mío, nos abandonas a todos, y algo en mi corazón me dice que no volverás
mientras haya vida en nuestros cuerpos!
—Finn, amigo y padre mío, no os preocupéis por algo que ya se ha repetido cientos de veces.
En muchas ocasiones he estado separado del hogar, en batallas y conquistas, y siempre he
regresado. ¡Esta vez no será distinta de aquéllas! —Pero algo en mi interior hizo que mirara
fijamente el hermoso y viril rostro de mi padre, empañado por el dolor, porque yo también
presentí que no volvería a verlo vivo.
Nos abrazamos estrechamente y luego me despedí de mis amigos y camaradas de armas y de
cacerías, mientras la bella Niamh se movía hacia adelante en la silla, haciéndome lugar a sus
espaldas; monté, y la doncella dio una orden a su corcel, que partió rumbo al oeste con un galope
fácil y sereno hasta que, luego de cruzar todo el territorio de Erín, llegamos a la orilla del Mar
Occidental. Allí, cuando sus herraduras de oro tocaron las aguas, se detuvo sólo un instante y
relinchó tres veces, pero a una nueva orden de Niamh, reanudó su sostenido galope, esta vez por
sobre la cresta de las olas, a una velocidad que ni la más ligera de las barcas habría alcanzado
bajo el impulso de un viento huracanado.
Inmediatamente perdimos de vista la costa; ante nuestra mirada sólo podían distinguirse olas
y más olas, rompiendo unas contra otras en feroces marejadas que, sin embargo no nos mojaban
ni afectaban en lo más mínimo. Aparecieron otras costas y otros continentes, y pronto fueron
quedando atrás uno tras otro; a nuestro paso, sin embargo, fueron desfilando escenas prodigiosas:
pueblos y ciudades gigantescas; mansiones blancas como la nieve, rodeadas de maravillosos
jardines, y casas pequeñas y humildes, desde las cuales nos saludaban sus moradores, ocupados
en sus labores. En una oportunidad cruzó ante nuestra vista un fuerte ciervo de grandes cuernos,
que saltaba ágilmente de la cresta de una ola a la próxima y, siguiéndole el rastro de cerca, en
actitud de caza, un enorme sabueso blanco de rojas fauces. Vimos también pasar a una joven
doncella, de singular hermosura, que llevaba una manzana de oro en su mano y cabalgaba un
palafrén tordillo, y, junto a ella, un gallardo guerrero jinete en un brioso potro negro; luego,
ambos se sumergieron en las aguas, mientras la roja capa de la niña revoloteaba, juguete de las
olas.
Sintiéndome azorado por la contemplación de todas aquellas maravillas, pedí a mi amada que
me explicara su significado, pero ella quitó importancia a lo que estábamos contemplando:
—No te dejes impresionar por estas imágenes, Ossyan; todos estos portentos no son nada
comparados con lo que verás en Tirnanoge.
Algún tiempo más tarde pudimos ver a la distancia una nueva costa y allí, sobre un empinado
risco, el palacio más hermoso que hubiera visto en mi vida; sus torres y sus minaretes fulguraban
bajo el cálido sol de la mañana como si fueran de oro. Pregunté a Niamh a qué casa real
pertenecía aquella maravilla, y qué reino era aquél, y ella me respondió:
—Esa es la Isla de las Virtudes. Su rey es un gigante formaré 4 de nombre Ardiûs, que en su
lengua significa "el más alto de todos". Su esposa, la reina, es la hija del rey de la Tierra de la
Vida, a la que Ardiûs se llevó por la fuerza de su propio país y la retiene prisionera. Sin embargo,
ella le impuso un geis, por el cual el formoré no puede desposarla ni hacerla suya hasta que
aparezca un campeón que luche contra él en un combate individual; si el gigante gana, ella deberá
convertirse en su esposa, y quedará libre si el forastero vence en la lid.
—Jamás he escuchado música alguna que suene tan melodiosa y embriagante como tu voz;
¡que Dios te bendiga por ella, mi hermosa Niamh! —le dije, porque repentinamente sentí la
necesidad de hacerlo así—. Me agrada tanto escucharte, que por un instante casi paso por alto las
penurias que debe de estar pasando esa princesa. Pero, si tú me lo permites, dueña mía, deseo ir a
ese palacio, para enfrentarme con ese formoré y liberar a la dama.
—Esas, y no otras, son las palabras que esperaba salieran de tus labios —respondió Niamh.
De modo que llegamos a tierra y, cuando nos aproximábamos a palacio, salió a nuestro encuentro
la joven y bella cautiva, que nos dio la bienvenida y nos condujo al interior, donde nos invitó a
sentarnos en sendas sillas de oro y plata. Luego nos sirvieron un opíparo banquete con exquisitas
viandas y cornucopias llenas de hidromiel y metheglyn,5 al término del cual la princesa abordó el
tema de su cautiverio y nos narró con más detalles lo mismo que yo ya había escuchado de labios
de Niamh. Al terminar, mientras las lágrimas corrían por sus rosadas mejillas, se lamentó
diciendo:
—¡Jamás podré regresar a mi tierra ni volveré a ver a mis padres, mientras ese cruel y
gigantesco formoré siga viviendo!
—Seca ya tus lágrimas y tranquilízate —la consolé, sintiéndome conmovido hasta lo más
profundo de mi ser—. Yo enfrentaré a ese vil gigante, y lo mataré o caeré muerto en tu defensa
—agregué, estrechando su mano para sellar mi promesa.
En ese preciso instante escuchamos unos pesados pasos que se acercaban, y el portal del salón
se ocupó casi completamente con el corpachón de Ardiûs, que llevaba sobre sus hombros un lío
de pieles de ciervo y un enorme garrote de roble en su mano derecha. Al vernos, arrojó al suelo
su carga de pieles y, sin saludarnos siquiera, echó a la princesa una mirada amenazante y me
desafió a luchar inmediatamente.
En lo que a mí respecta, jamás me ha inquietado una provocación, ni me asustaba aquel
enemigo en particular, por muy grande y terrorífico que pareciera, así que me lancé al combate de
inmediato, sin ningún temor en mi corazón; sin embargo, aunque en mi vida había librado
infinidad de batallas en Erín, ya fuera contra invasores extranjeros, animales feroces y hechiceros
malignos, jamás me había costado tanto enfrentar a un enemigo. Luchamos sin detenernos
durante tres días con sus correspondientes noches, sin dormir, sin comer y sin beber, pues el
formoré parecía incansable, y yo no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer. Al cabo del tercer
día, cuando miré a las dos princesas, abrazadas y con los ojos desorbitados por el temor, evoqué
las formidables hazañas guerreras de mi padre y decidí que no podía deshonrar su nombre,
pereciendo a manos de aquel ser vil y despreciable. Entonces, sacando fuerzas de flaqueza, lancé
una fulminante embestida, arrojando al formoré por tierra y, antes de que pudiera recuperarse, le
seccioné el cuello, separando la cabeza de su tronco.
¡Cuál no sería la alegría de las princesas al ver al monstruo muerto, tendido sobre las losas del
patio! Profiriendo gritos de regocijo, corrieron hacia mí y me condujeron al interior del palacio
porque, es preciso reconocerlo, yo tenía heridas y
magullones en todo el cuerpo y, ahora que la excitación de la lucha había cesado, sentía vahídos y
estaba a punto de desmayarme. Pero cuando Aileen —que así se llamaba la hija del rey de la
Tierra de la Vida— me aplicó un ungüento y me dio a beber una pócima de hierbas, me recuperé
rápidamente y, en poco tiempo más, ya estaba en posesión de todas mis facultades físicas.
Al día siguiente cavé una tumba suficientemente amplia y sepulté en ella al formoré, levanté
con piedras un gran túmulo y coloqué sobre ellas otra roca con su nombre grabado. Esa noche
descansamos plácidamente y al alba Niamh me dijo que era tiempo de partir nuevamente hacia
Tirnanoge, de modo que nos despedimos de Aileen, quien lloró de pena ante nuestra partida,
hecho que nosotros también lamentamos profundamente.
Una vez montados sobre el soberbio potro blanco, éste, a una orden de Niamh, partió
raudamente hacia el oeste, lanzó los tres consabidos relinchos al tocar sus cascos el agua, y
pronto no vimos a nuestro alrededor más que olas y espuma, y nos adentramos en el mar azul y
transparente con la ligereza y la suavidad del viento de primavera sobre las colinas de Leinster.
Volvimos a ver a la doncella de la manzana de oro seguida por el joven guerrero, y poco después
al ciervo perseguido por el sabueso blanco. También volvimos a pasar junto a nuevas ciudades,
islas desconocidas y palacios de increíble arquitectura.
Repentinamente, ominosas nubes comenzaron a ocultar el sol, y pronto estalló una terrible
tempestad, iluminando el mar con sus constantes relámpagos; sin embargo, aunque el huracán
soplaba y se arremolinaba desde los cuatro horizontes, y las olas rugían embravecidas a nuestro
alrededor, el potro blanco proseguía impertérrito su recta travesía, con la misma velocidad y
seguridad que antes, sin que las salpicaduras ni los rayos demoraran un ápice su marcha ni
alteraran su rumbo en lo más mínimo.
Tiempo después, cuando la tempestad amainó y el sol volvió a brillar sobre nosotros, pude
ver, a corta distancia, una tierra verde y florida, un país de herbosas praderas, agrestes picos y
azules lagos y cascadas. Junto a la costa, al pie de un risco, divisé un palacio cuyo lujo y
esplendor no desmerecía en nada al de la Isla de las Virtudes. Todos sus tejados y cúpulas
estaban enchapados en oro, y en sus paredes, recubiertas de ónice, había engarzadas gemas de
todo tipo y color, formando hermosos diseños. A su alrededor podían verse acogedoras casas
construidas en diversos tipos de piedras por los arquitectos más hábiles que había visto en mi
vida. Le pregunté a Niamh el nombre de aquel país y me contestó con una voz en que se notaba
su orgullo:
—Este es mi país natal, Tirnanoge. En él encontrarás todo lo que te he prometido, y muchas
cosas más aún.
Tan pronto como hubimos llegado a tierra y desmontado, se acercó a nosotros, viniendo desde
el palacio, una comitiva de guerreros de noble apostura y suntuosas vestiduras, que se
apresuraron a recibirnos y darnos la bienvenida. Los seguía una chispeante multitud, encabezada
por Caerius, el rey y padre de Niamh, que lucía una refulgente túnica recamada en plata y una
rutilante corona de oro, con esmeraldas, diamante y rubíes engarzadas en ella. A su lado la reina,
acompañada por un séquito de un centenar de doncellas, vestía una clámide blanca como la nieve,
bordada con hilos de oro y una diadema tan brillante como la corona de su esposo. A pesar de
haber visto muchos nobles en mi vida con Finn, me pareció que aquella pareja real superaba
largamente a cualquier otra del mundo en belleza, gracia y majestad.
Una vez que los reyes hubieron besado a su hija y desahogándose de su larga separación,
Caerius tomó mi mano y se dirigió en alta voz a la multitud, que no era otra cosa que la totalidad
de los habitantes de la Tierra de la Juventud que habían venido a saludar a su adorada princesa:
—¡Pueblo de Tirnanoge!, éste es Ossyan McCumhall, hijo de Finn McCumhall, por quien mi
hija y vuestra princesa cruzó el Mar Occidental hasta la verde Erín. El será el esposo de Niamh,
el hada de cabellos de oro. Valiente Ossyan —continuó, dirigiéndose a mí—, te damos nuestra
más calurosa bienvenida. En nuestro país te espera todo tipo de placeres sin pecado, para disfrutar
de los cuales serás eternamente joven. Si has accedido a venir con ella es porque deseas que mi
hija, la gentil y dulce Niamh, sea tu esposa, y yo, el rey de Tirnanoge, así lo dispongo.
Agradecí sinceramente al rey sus palabras y besé la mano de la reina, después de lo cual
regresamos a palacio, donde encontramos servido un espléndido banquete. Los festejos y las
demostraciones de afecto del pueblo y los nobles duraron diez días con sus noches, tras de los
cuales Niamh y yo nos casamos.
Viví en el País de la Juventud durante algo más de tres años, pero al cabo de ese tiempo,
comencé a sentir un acucioso deseo de ver a mi padre Finn y a mis viejos camaradas de armas, y
pedí al rey y a mi adorada esposa que me permitieran visitar Erín. El rey me dio su permiso, pero
Niamh me dijo:
—No puedo hacer otra cosa que aceptarlo, pero con un profundo dolor en el alma, porque
mucho me temo que nunca volveremos a vernos.
—No debes albergar dudas ni temores de ninguna clase, porque los lazos que me unen a ti son
más fuertes que cualquier otro que jamás haya tenido sobre la tierra; además, el corcel blanco
conoce perfectamente el camino, tanto de ida como de vuelta, y me llevará y me traerá de
regreso sano y salvo. —Entonces ella pronunció estas palabras, que en ese momento me
parecieron muy extrañas, pero que no tardaría en lamentar no haberlas comprendido:
—No puedo negarme a tu pedido, aunque tu viaje me ocasiona la inefable congoja de saber
que es casi seguro que no vuelvas a Tirnanoge. Erín no es ahora el país que dejaste cuando
vinimos aquí. Cuando llegues allí habrán transcurrido trescientos años, y el gran rey Finn
McCumhall y sus fianna habrán desaparecido; en vez de ellos, encontrarás una multitud de
sacerdotes cristianos, encabezados por uno llamado San Patricio. Ahora, escucha bien mis
palabras, pues de ello depende que volvamos a vernos: si bajas una sola vez del corcel blanco, si
por alguna circunstancia pones un pie en la nueva Erín, jamás volverás a mí.
Le prometí —quizás sin asimilar en toda su profundidad el significado de sus palabras— que
no olvidaría sus consejos y que no me apearía del potro blanco por ninguna razón. Mi alma se
sentía agobiada al mirar su dulce rostro e intuir su pena; pero, aun así, mi corazón palpitaba
aceleradamente ante la idea de volver a ver a Erín. Me despedí tiernamente de mi amada Niamh y
ella reiteró su advertencia:
—Te suplico que lo tengas presente: si posas de nuevo los pies sobre la verde hierba de Erín,
jamás podrás regresar a este hermoso país.
Cuando monté el potro blanco, éste galopó en línea recta hacia el este, en dirección al mar, y
avanzamos tan rápidamente como antes sobre su superficie, esta vez calma y tersa como la de un
lago. El viento quedó a nuestras espaldas mientras galopábamos sobre las olas, y volví a pasar,
esta vez solo, junto a muchas islas y ciudades, cruzándome con personajes ya conocidos, como el
ciervo perseguido por el sabueso y la doncella de la manzana dorada; incluso, desde lejos, saludé
a la princesa —ahora reina— de la Isla de la Virtudes, quien respondió mi saludo desde una
ventana de su maravilloso castillo.
Finalmente, tocamos tierra en las verdes riberas de Erín y, mientras atravesaba todo mi país a
lo ancho, miraba detenidamente a mi alrededor, pero tenía grandes dificultades en reconocer los
antiguos paisajes y lugares, porque todo parecía extrañamente distorsionado. Llevado por mi
extraordinario corcel, llegué finalmente a Leinster, pero no vi rastro alguno de Finn y sus fianna,
y las palabras de Niamh comenzaron a cobrar un nuevo y aterrador significado en mi mente. Al
llegar a los alrededores de Alien, donde otrora se había erigido el palacio de mi padre, distinguí a
lo lejos a un grupo de pequeños hombres y mujeres, algunos de ellos montados sobre caballos tan
diminutos como ellos,6 y cuando me acerqué, me observaron con gran curiosidad, asombrándose
ante mi estatura y mi prestancia.
Alentado por su bienvenida, me di a conocer y les pregunté por Finn y sus fianna, si vivían
aún, o si habían sido aniquilados por algún enemigo o alguna repentina catástrofe, y un anciano
que parecía ser el más sabio del grupo me respondió:
—Todos nosotros hemos oído hablar, de un modo u otro, del héroe Finn McCumhall, que
rigiera a los fianna de Erín en tiempos remotos, y cuyo valor y sabiduría no tuvo igual en toda
Irlanda. Los bardos y filidh7 han narrado sus hazañas y las de sus fianna, pero todos ellos han
desaparecido hace ya mucho tiempo. También hemos oído decir que el hijo de Finn, llamado
Ossyan, se fue con una hermosa y joven hada a Tirnanoge, el País de la Juventud, y jamás
regresó. Su padre y sus amigos, que sufrían por su ausencia, trataron de localizar el lugar y para
ello fletaron innumerables expediciones, pero jamás fueron capaces de ubicarlo.
Al escuchar estas palabras del anciano, mi alma se sintió agobiada por la pena y,
silenciosamente, aparté el caballo de aquella gente que me contemplaba asombrada y me dirigí en
línea recta hacia Alien, cruzando las verdes planicies de Leinster, en las que tantas veces
habíamos cazado ciervos con mis camaradas fianna. Pero al llegar allí recibí la más amarga de las
sorpresas, ya que encontré la colina desierta, sin rastro alguno de los aldeanos que habían poblado
el lugar, y el castillo de mi padre en ruina y cubierto por la maleza.
Con renuencia, aparté lentamente el potro blanco de lo que había sido mi hogar durante
muchos años, y recorrí la región en todas direcciones, en busca de indicios de quienes alguna vez
—las palabras de Niamh martillaban amargamente mis oídos— habían sido mis amigos. Sin
embargo, lo único que hallé fueron pequeños grupos de pobladores desconocidos, que me
contemplaban con una actitud desconfiada, y nadie reconocía en mí al hijo de quien había sido el
rey absoluto de aquella región. Visité todos los rincones que alguna vez habían regido los fianna,
pero todos sus feudos estaban como en Alien, solitarios e invadidos por la cicuta y las ortigas.
En mi peregrinaje, finalmente arribé a Glenasmole, donde tantas veces cazara con Edwin
McEntyre, uno de mis camaradas fianna, y allí vi a un gran grupo de gente reunida alrededor de
una enorme roca. Tan pronto como me vieron, uno de ellos se dirigió rápidamente hacia mí y me
dijo:
—Poderoso héroe, a la primera mirada se ve que tú eres un hombre generoso y de grandes
fuerzas; te suplico que nos ayudes en este apuro, porque de lo contrario muchos de nosotros
vamos a encontrar la muerte aquí.
Acerqué mi caballo al centro del grupo y pude ver que trataban en vano de desplazar una
enorme piedra, lisa como una laja. Esta se hallaba semilevantada del suelo por un extremo, y
varios de los hombres se habían introducido debajo de ella, pero no eran lo suficientemente
fuertes para terminar de alzarla; peor aún, ni siquiera eran capaces de soportar su peso mucho
tiempo más, por lo que estaban en un inminente peligro de ser aplastados por ella.
Mi primer sentimiento fue de vergüenza, al ver que tantos hombres fueran incapaces de
levantar una laja que mi amigo Edwin, de haber estado vivo, hubiera tomado con una sola mano y
la hubiera arrojado a mil yardas de aquella débil muchedumbre. Sin embargo, después de haber
comprendido el verdadero peligro que corrían aquellas gentes, la piedad se impuso rápidamente a
este sentimiento e, inclinándome hacia adelante en la montura, tomé la piedra con la mano
izquierda y la levanté más de dos pérticas8 de su posición anterior, permitiendo así que los
hombrecillos abandonaran su peligrosa posición.
Pero aquel acto solidario significó mi perdición: el inusitado esfuerzo rompió la cincha que
sujetaba la silla de oro a la espalda de mi corcel y, al echarme hacia adelante para evitar la caída,
me vi repentinamente parado sobre mis dos pies; ¡parado precisamente sobre aquella tierra de
Erín que mi adorada Niamh me había anticipado que no debía pisar, so pena de no volver a verla
nunca más!
El potro blanco, por su parte, apenas se vio libre de mi peso, corcoveó, lanzó un prolongado
relincho y partió con la velocidad de un relámpago, dejándome allí de a pie, sumido en la más
profunda desesperación al saber que ya no podría regresar jamás a Tirnanoge.
Instantáneamente después de la partida del corcel blanco, un irreversible cambio físico
comenzó a producirse en mi cuerpo: mis cabellos rubios se convirtieron en hirsutas guedejas de
un gris ceniciento; mi vista se enturbió hasta no poder distinguir mis dedos frente a mis ojos; mi
rostro se transformó en una horrible máscara surcada por arrugas y pústulas; perdí mis fuerzas
hasta el punto de no poderme tener en pie, y me desplomé al suelo, transfigurado en un anciano,
arrugado, casi ciego, marchito y enclenque.
Jamás volví a ver al corcel blanco, que sin duda debe de haber regresado a su hogar; jamás
recuperé mi juventud, mi vista ni mis fuerzas. Desafortunadamente, tampoco me fue concedida la
merced de la muerte, y así continué viviendo en esta espantosa carcaza semihumana, recordando
siempre la forma en que había abandonado a mi padre Finn y mis compañeros de armas, y
eternamente acongojado por la pérdida de mi esposa Niamh, el hada de los cabellos de oro.

notas:

1 Héroe irlandés, jefe de la orden de los fianna (grupo guerrero del condado de
Lainster), cuyo renombre como matador de monstruos y mago sólo es comparable a
su fama como bardo o poeta (véase Los celtas: magia, mitos y tradición, pág 140,
de esta misma colección).

2 Tirnanoge: literalmente, "el país de la juventud". Las viejas sagas irlandesas
narran, aunque sin precisiones, la existencia de un lejano país donde no existen la
vejez ni la enfermedad, y se vive una vida eterna y despreocupada. Este mabinogi,
o leyenda, posteriormente recopilada y reelaborada por Patrick W. Joyce, ubicaba
este sitio en algún lugar del océano Atlántico y, con frecuencia, se lo asimila a la isla
de Avalón (véase Historia y leyenda del rey Arturo, de esta misma colección).

3 El término celta antiguo geis (en plural, geasa) define un temido hechizo, muy
difundido en Irlanda, que involucra una prohibición, una obligación o ambas a la
vez. Constituye un símbolo de la tradición shamánica, que revela el alcance de los
rituales druídicos. Como prohibición puede impedir cualquier cosa, desde comer un
determinado alimento hasta usar un color de ropa. Como obligación constituye un
deber ineludible y coacciona al que lo recibe, so pena de responder ante los dioses.

4 Formoré: cíclope mítico de la tradición irlandesa, que vive en las islas del Mar
Occidental (posiblemente en alusión a las Hébridas, cuyos habitantes suelen ser de
gran estatura) (véase Los celtas: magia, mitos y tradición, de esta misma
colección).

5 Bebida que se preparaba mezclando miel con una cerveza obtenida en base a
granos de avena y cebada malteada y fermentada. El mead tenía una composición
similar, pero menos especiada y de menor graduación alcohólica.

6 Según las referencias de los antiguos historiadores, principalmente romanos,
como Julio César, los guerreros celtas eran de gran estatura, muy superior, por
ejemplo a la de los romanos o los sajones, a quienes parece aludir esta leyenda en
particular.

7 Con la llegada del cristianismo a Irlanda, los bardos y druidas fueron perdiendo
prestigio, y de sus lugares en los estratos superiores de la jerarquía religiosa celta,
pasaron a ocupar cargos como filidh (plural de file), nombre dado a los
recopiladores de las tradiciones orales en los monasterios cristianos, convirtiéndose
finalmente, algunos de ellos, en sacerdotes católicos, catequizados por San Patricio
y sus seguidores.

8 Pértica: medida de longitud equivalente a 2,70 m.

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