Estaba ahí, esperando pacientemente
a que yo despertase y con una única misión: soltarme un
mensaje, una verdad que yo conocía de memoria y que dolió más de lo entendible. Escucharlo fue presenciar una sentencia desnuda de emociones. “El Señor de las Monedas quiere que sepas que nada es eterno, y tu única elección posible es cambiar o morir. Es importante que aceptes este regalo, ya que pocos pueden escuchar un consejo y prepararse justo antes de tomar la decisión”. No soy de los que lloran, pero los ojos se me llenaron de lágrimas y un segundo después de empaparme de angustia, el extraño había desaparecido. Quise convencerme, aún en sueños, de que el mensaje era un reflejo deforme de mi memoria, algo que había escuchado o leído hacía tiempo se había transformado en una pesadilla molesta. Tras revisar un sinfín de recuerdos, supe que la frase era tan sólo una más sutil variación de las palabras que Neil Gaiman –uno de mis autores favoritos-, quien había escrito años atrás algo así como “El Rey de los Sueños aprende que uno debe cambiar o morir; y luego toma su decisión”. Me convencí a mí mismo de que lo mejor era dormir, y dejar las locuras para otro momento. La mañana llegó con un terrible dolor de cabeza y una depresión de las que te dejan sin aliento, confirmando que el mensaje había llegado a destino. De mi trabajo en la escuela aquella mañana mejor no decir demasiado; sólo puedo confesar que fue un viernes más, en el que me limité a la automática sucesión de procesos que suelen desatarse en un día como cualquier otro, dejando a mi cerebro inmerso en una marea blanquecina, un telón detrás del que mi sistema nervioso se encargó de las tareas en piloto automático, sin pedirle colaboración a mi conciencia. Aunque recuerdo un detalle. Caminaba por un pasillo de la escuela, con la cabeza gacha y las ganas arrastrándose, hasta que el dibujo repetitivo de las baldosas varió en un punto plateado. Una moneda en el suelo me mostraba su cara fría, lustrosa y apática. Ese día no pude -y tampoco quise, ¿para qué mentirme?- pensar en la intención, los motivos y los porqué de llevar adelante rituales tan cotidianos como tomar lista a mis alumnos, para hablarles de una historia que no les importaba, ni me dejé llevar por la apatía que otras veces despertó su desinterés. Sólo hice lo que se esperaba de mí, y fue bastante poco por cierto. Dejé el edificio un minuto después de haber terminado la última de las clases. Las doce calles que me separan del departamento al que rara vez considero mi hogar se hicieron eternas, el calor apagaba las ganas de desafiar al destino y la promesa de una ducha funcionó como la zanahoria que precedía al burro en aquel libro de cuentos que solía leer de niño. El agua fría despertó al monstruo, y la opresiva pasividad del calor dio lugar a un dolor punzante en el alma. Era hora de reconocer la realidad: estaba solo, como nunca antes. Mi esposa me había abandonado sin la tormenta de insultos que uno puede imaginar en uno de esos casos de adulterio que se ven en la tele, ni me abofeteó con la explicación absurda de un amor furtivo que la hubiese decidido a abandonar el barco. No había notas, ni odios ni pasiones desatadas. Apenas un motivo externo, simple, una causa que justificaba todo. Nuestro hijo había muerto seis años atrás, y nosotros con él. Estaba a punto de llegar a su cuarto cumpleaños, nos descuidamos mientras jugaba en la bañera, y no hace falta decir que uno nunca se repone de esas cosas. Lo absurdo de la muerte es esa falta de explicaciones que nos espera a ambos lados de la tumba. Cometí varios pecados por aquel entonces, pero el principal fue no acomodarme al golpe, y mi esposa -perdón, mi ex esposa- tampoco supo transformarse a sí misma en alguien más, en alguien realmente vivo; por lo que nuestra vida se detuvo esa mañana, fría y fea, en la que un médico sin nombre salió con cara de nada a decir que mi hijo ya no era nadie. Es extraño como las cosas importantes ocurren en las mañanas, y ella había elegido también una mañana, café con leche de por medio, para confesarme que ya no me amaba, que necesitaba salir de aquella casa y de aquella historia antes de morir de pena. A los pocos días se fue, sin otra charla de por medio, sin despedirse, sin ganas de llorar. En su cajón quedaron un manojo de llaves y unas monedas… Supongo que el no tener hijos acelera las cosas en estos casos y al verla subir al taxi, tan gris y vacía, supe que no nos cruzaríamos de nuevo. Creo que, en el fondo, no nos veíamos a la cara desde la muerte del nene. Y es horrible reconocer que su partida no me dolió lo suficiente, porque nada podía dolerme tanto como perder a mi hijo. A partir de entonces, el fantasma de lo que había sido ocupó mi espacio. Las clases se sucedían unas a otras, las noches en vela hacían lo propio, y la comida sabía peor cada mañana. Era como si la promesa del infierno que durante años me había acompañado, comenzase a jugar con mis tiempos. Supongo -porque nadie lo sabe a ciencia cierta- que muchos de nosotros vivimos con esa visión de que algo malo está por pasar, algo inminentemente terrible que nos destroza el alma y no podemos cambiar. Algo llamado destino. Yo vivía con su peso a cuestas desde la adolescencia, sin querer ver sus reflejos en una tragedia familiar que nos hizo trizas, una pareja que comenzaba a morir con el dolor sordo de otra muerte, una vida que no me regalaba nada y me pedía demasiado a cambio, y un mundo que cada día parecía más ajeno. Una moneda estaba sobre el jabón. La ducha me seguía golpeando la cara. La depresión me estaba matando. Salí del baño y me puse lo primero que encontré en el placard: la última remera limpia de la pila y un pantalón que aún conservaba algo de decencia. Un bocinazo llegó desde la calle, una veintena de metros más abajo. Abrí las ventanas de par en par, la avenida llenó de luces la habitación, y dejé que el aire cálido se metiese en mis pulmones junto al dulce bullicio urbano, que se escabulló hasta mis recuerdos sin pedir permiso. Uno debe aprender a cambiar o a morir, había dicho el Señor de las Monedas, y yo no sabía cambiar. En realidad, había muerto hacía tiempo por el horroroso pecado de no saber cambiar. Puse entonces el primer pié sobre la baranda del balcón, y miré hacia abajo. Una caída libre de nueve pisos, sin techos ni nada que me separase del asfalto de la avenida. Un plan perfecto para un mal día. La voz del espectro se adelantó a mis pensamientos. - Deberías saber que todos tenemos un destino que no escribimos. Eso depende del tus monedas y no de tus bolsillos, viejo amigo. Yo soy quién tiene las monedas; por eso debo ser el que toma las decisiones cada vez que tú no lo haces. O mejor dicho, soy quien las escucha cuando las monedas exigen. Soy el que las lanza al aire, el que le habla al oído a quienes dejan su vida a la suerte, el que aconseja a los que esperan a que las dos caras de metal pongan sentido a su existencia. ¿Quién toma esa decisión? Nadie más que nosotros: mis monedas y yo. La silueta oscura del Señor de las Monedas caminó hacia mí desde un rincón, mientras jugaba con un plateado círculo perfecto, que giraba en el aire y caía una y otra vez en su palma abierta. Una moneda en la que se escondían la muerte y el cambio. Me la lanzó como un regalo divino, que atajé en el aire. - ¿La decisión es mía…?-, le pregunté. “Al fin y al cabo, la muerte no es más que eso, mi elección”, entendí sin hablar. Tiré la moneda al vacío y salté detrás. El suelo parecía tan cerca... Pero el espectro tenía algo más por decir. - No, papá, hay una sola cara de la moneda, y aquí es donde comienzas a entender tu verdadero cambio. Azrael |
Bienvenid@ a este bosque nebuloso. Disfruta de tu estancia.
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domingo, 26 de febrero de 2012
El señor de las monedas
Se paró frente a mí, en mitad de la noche y a los pies de la cama, en el único lugar en el que las sombras podían pintar lagunas negras sobre un rostro. No sentí miedo; era como si lo hubiese estado esperando desde siempre. Sus ojos en calma y el silencio, junto a esa agradable visión desenfocada que nos regala el sueño, me permitieron aceptar la fantasía como una verdad absoluta.
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