Lawrence Cork conducía a toda velocidad por la interestatal
10, atravesando el sur de Arizona. Si la historia que había oído era cerca, allí
encontraría un desvío que prácticamente nadie había usado en años. El motor de su
Mustang era el único que sonaba en la solitaria carretera que atravesaba el desértico
Estado. Probablemente no se abría cruzado con más de una docena de coches en los dos
días que llevaba viajando desde california, lo cuál le hacía sentirse como inmerso en
una extraña búsqueda al margen del resto de la humanidad. Eso hacía que se sintiera
más reafirmado en continuar con la empresa que había iniciado.
Se
detuvo en una solitaria área de servicio a tomar un café y quizá un buen
bistec. Al bajar del coche miró a su alrededor. Desierto. Sólo el inmenso e ilimitado desierto. Por un memento le invadió el desasosiego… ¿cómo iba a encontrar esa ciudad aquí en medio? ¡Ni siquiera estaba claro que fuera cierto que esa ciudad existía! Caminó lentamente perdido en sus pensamientos, hasta que llegó a la puerta de la cafetería. Quizá debería preguntar a los lugareños si conocían ese desvío en la interestatal 10. Así le indicarían como llegar hasta allí. Entró decidido en el local y se acercó a la barra. En seguida una camarera que rozaba los cuarenta años y que evidentemente había sido bellísima de joven, pero ahora estaba en horas bajas se acercó a él. - ¿Qué va a ser? – preguntó desinteresada. - Café para beber y unos huevos revueltos con bacón para comer. La mujer se alejó en dirección a la cocina, dejando a Lawrence sólo con un par de lugareños. Aprovechó el momento para estudiar a los presentes y comprobar cuál de ellos sería el más apropiado para informarle: un adolescente con pinta de tener la capacidad intelectual de una tostadora, un viejo indio con cara de pocos amigos, un anciano que bien podría estar disecado y un par de mecánicos sucios y grasientos, que hablaban a voces y lanzaban algún que otro piropo a la camarera. Lawrence no vio la perspectiva de hablar con ninguno de ellos muy halagüeña, pero acabó por decidirse por el anciano disecado. - Disculpe. – llamó su atención Lawrence cortésmente. El anciano le miró impasible. Parecía esperar la pregunta, pero no hizo ningún además a Lawrence de que empezara a hablar. Ante la duda, Lawrence hizo la pregunta que tenía la intención de hacerle desde un principio: - ¿Podría decirme si por aquí cerca se coge un desvío en la interestatal que se adentra en el desierto? - Usted es imbécil. – contestó el anciano, y sin decir otra palabra, volvió a su posición original. Lawrence se quedó impactado por la reacción del anciano. ¿Qué mosca le habría picado? Estaba apunto de insistirle al anciano con unas maneras algo más bruscas cuando uno de los mecánicos se dirigió a él. - ¿Puede saberse que se le ha perdido en el desierto? - No creo que sea asunto suyo. – contestó Lawrence molesto. Empezaba a enfurecerle la grosería de esta gente. - Amigo, usted sabrá lo que hace. Sólo le digo una cosa, si coge ese desvío ya puede ir rezando. La mayoría que ha tomado el camino del desierto no ha vuelto por aquí. Sería usted idiota si tomara ese camino. - Bueno, tengo mis razones para tomar ese desvío. - Usted mismo. – sentenció el mecánico alzando las manos con teatralidad. - Pero le advierto que se oyen rumores sobre ese lugar. - ¿Qué clase de rumores? – preguntó Lawrence. Ahora si empezaba a interesarle lo que ese analfabeto tenía que decirle. - De la clase de rumores de los que un hombre sensato no relata a un extraño en la cafetería de un área de servicio. Lawrence optó por abandonar la conversación. No parecía llevarle a ninguna parte discutir con esa gente, así que volvió a sus asuntos. Comió lo que había pedido, pagó y se largó del local lo más rápido que pudo. A sus espaldas escuchó como el indio murmuraba extrañas palabras, pero prefirió hacer caso omiso a la presencia de ese extraño individuo. Ahora tenía prisa. * * * * * El desvío estaba ahí. Sólo unas decenas de kilómetros más allá del área de descanso. El corazón de Lawrence dio un vuelco. El desvío del desierto estaba allí. Ante sus ojos. No quería creer que ese lugar fuera real. Estaba convencido de que su camino era absurdo, de que su búsqueda era en vano. Y sin embargo allí estaba, tal como se lo había relatado ese lunático de Santa Mónica. El desvío del desierto. Lawrence tuvo que hacer acopio de valor para decidirse a tomar ese camino. No era tan fácil tomar una dirección que te podría llevar hacia la muerte. Abrió la guantera y se aseguró de que su pistola estuviera cargada. No sabía que podía encontrar allí, pero se sentía más seguro con una pistola. Él era así. Bebió un largo trago de agua y se centró en el camino que se extendía ante él. Había llegado hasta aquí, no iba a pararse ahora. Puso el pié sobre el acelerador y tomo el camino del desierto, que le llevaría a esa misteriosa ciudad de la que ya le habían hablado. * * * * * El camino del desierto se extendió durante cientos de kilómetros, hasta que finalmente apareció frente a él, la ciudad del desierto. Era muy diferente a como el creía. La ciudad era totalmente moderna. ¿Cómo se las habían apañado para ocultar la existencia de esta ciudad a todo el país? Sin duda el gobierno y los medios de comunicación habían tenido algo que ver, pero ¿qué había ocurrido en esa ciudad que hubiera hecho que la borraran de todos los mapas? Quizá tuviera que ver con el secreto que ocultaba, aquél secreto que Lawrence venía buscando. HOPE 2 MILLAS, rezaba el cartel que apareció ante sí cuando ya la ciudad se mostraba en su total esplendor ante sus ojos. “Hope” ese era el nombre de la ciudad del desierto. Antes de darse cuenta, Lawrence conducía por las desérticas calles de Hope. No había ni un alma en toda la ciudad. ¿Qué podía hacer de este cementerio un lugar peligroso? Sin embargo, desterró esa idea rápido de su cabeza. Si en esta ciudad se encontraba lo que él venía buscando, obviamente no iba a ser tan fácil obtenerlo. Detuvo el coche a un lado de la carretera, decidido a continuar andando. Debía conservar el máximo combustible para la vuelta, y más sabiendo que no iba a encontrar ninguna gasolinera en muchos kilómetros. Cogió la pistola de la guantera, se la colgó del cinturón y comenzó a buscar por la silenciosa y solitaria ciudad. Fue entonces cuando ellos aparecieron. Él ya estaba lejos de su coche, lo bastante como para necesitar al menos diez minutos para llegar hasta él. Estaba sólo y aislado, momento que aprovecharon para mostrarse. De la oscuridad de las casas y de los comienzos comenzaron a aparecer, como si fueran hormigas. Decenas de ellos comenzaron a aglomerarse en la calle. Lawrence se quedó paralizado, aterrorizado por el espectáculo que estaba viendo ante sí. Multitud de muertos se arrastraban renqueantes hacia él. Eran una legión de muertos vivientes, que caminaban alejados de sus tumbas. Una horda de zombis hambrientos y deseosos de carne humana. Lawrence lo supo de inmediato, tenía que salir de allí. Miró en todas direcciones rápidamente buscando un lugar seguro, hasta que lo encontró. Sólo un par de zombis se interponían entre él y una endeble escalera de madera que llevaba a la azotea de una pequeña casita. Si pudiera llegar hasta allí… Lawrence optó por dejar de pensar esta vez. Tenía que actuar rápido si quería llegar a salir vivo de aquí. No le quedaba otra opción, sacó la pistola y disparó a la frente del muerto viviente más cercano. El cadáver andante cayó al suelo fulminado. Lawrence sonrió, se les podía matar. Los gemidos de la masa de cadáveres animados que le perseguían se hacían cada vez más fuertes con la incorporación de nuevos miembros a la misma. Ante una situación como esa sólo pudo reaccionar de una forma, corrió hacia la escalera que había visto antes. Disparó a dos muertos vivientes que se interpusieron en su camino, hasta que llegó a la endeble escalera de madera. Apenas tardó unos segundos en comenzar a trepar por ella, pero los zombis llegaron hasta ella antes de que él llegara arriba del todo. Con un empujón, la escalera cayó al suelo, arrastrando a Lawrence con ella. La caída fue realmente dolorosa para el fugitivo, pero se levantó tan rápido como cayó. Aquí, unos segundos de más en el suelo podían costarte la vida. Intentó escapar renqueando, pero la situación era realmente desesperada. No veía ninguna salida alrededor, sólo una masa tambaleante que se le acercaba. Entonces Lawrence optó por la única salida que se le ocurrió, hablar con ellos. - ¡He venido a jugar! Quiero jugar en el casino de los muertos. – gritó Lawrence desesperado. Entonces los zombis se detuvieron. Rodearon a Lawrence, pero no le atacaron, ni le arañaron. Incluso dejaron de gemir. Un zombi que apenas se había descompuesto se acercó a él. Su olor era especialmente desagradable, debido seguramente a que llevaba muerto menos tiempo que los demás. - Sígueme. – ordenó el muerto parlante con una total y absoluta ausencia de inflexiones en su voz. Lawrence miró a su terrorífico guía. Era cierto. Existía el casino de los muertos. Un lugar donde se jugaba con la mayor apuesta del mundo. El lugar que había hecho a Lawrence iniciar ese demencial viaje. * * * * * En el centro de la ciudad se alzaba un hermoso y extraño edificio. Su estilo era oscuro y siniestro, pero en su interior la luz y los sonidos destacaban. Era el casino del que le habían hablado. Lawrence no podía dar crédito al hecho de que las palabras de ese perturbado fueran ciertas. Sin embargo, la idea de que lo fueran le había arrastrado hasta allí. Entró en el interior del casino siguiendo a su difunto guía. A su alrededor multitud de empleados inertes continuaban realizando su función. Crupieres, camareros, guardias de seguridad… Todos eran zombis putrefactos que realizaban una actividad paródica de la que realizan los vivos. Entonces, el director del casino se acercó a Lawrence. Era el muerto más imponente de todos, y a la vez el más impoluto. Tenía un traje inmaculado, salvo por los restos de sangre seca y piel que colgaban de la pechera. Su mirada era casi viva, y estaba bastante claro que aún conservaba su capacidad de hablar. - Ha venido a jugar, ¿verdad? – preguntó en un tono casi humano, que atemorizó a Lawrence más que los balbuceos de los demás muertos vivientes. - Por supuesto que he venido a jugar. ¿Qué iba a hacer aquí si no? El directos movió la cabeza en señal de aprobación y se encaminó hacia la ruleta, con el paso vacilante propio de un zombi, pero mostrando seguridad. Lawrence le siguió despacio. Cuando llegó a la ruleta, el director se giró y miró a Lawrence con sus putrefactas cuencas. - ¿Conoce las reglas? Lawrence negó con la cabeza, por lo que el muerto las explicó brevemente: - Este juego es muy simple. Usted elegirá unos de los colores, rojo o negro. Y la ruleta comenzará a girar. Si usted falla, todo termina aquí. Le devoraremos vivo. Nos comeremos cada gramo de su carne y ni tan siquiera dejaremos los huesos. - Y si gano… la inmortalidad, ¿verdad? - Si gana, recibirá el don de la inmortalidad. – corroboró el director. – Recibirá el don de la vida eterna. Se lo juega a todo o nada. ¿Está seguro que quiere jugar? Lawrence se incorporó lo máximo que pudo y miró la ruleta con expresión decidida. - No me he jugado la vida viniendo aquí para ahora echarme atrás. – contestó. – He venido a jugar. Sin mediar palabra, el crupier lanzó la bola en la ruleta, y comenzó a girar a gran velocidad por la ruleta. Lawrence suspiró, pasase lo que pasase sería ya. - ¿Dónde va a depositar su vida? – preguntó el putrefacto director. - Rojo. Todo al rojo. La tensión era casi sólida. La bola giraba a toda velocidad, provocando un ruido enervante. La vida del único ser vivo que había en toda la ciudad dependía del resultado de esa simple tirada, por lo que este ser vivo estaba totalmente rígido por la tensión. La bola comenzó a rebotar. Pronto escogería un número en el que posarse. Entonces se sabría una cosa, si vivía o moría. Lawrence apartó los ojos, no podía mirar. Nunca había estado tan nervioso, pero es que nunca se había jugado tanto. El sonido se detuvo. La bola ya había elegido un número. Entonces Lawrence escuchó las palabras arrastradas y terroríficas del crupier: treinta rojo. Jugador gana. Lawrence abrió los ojos sorprendido. ¡Iba a ser convertido en un ser inmortal! ¡En un ser eterno! Nunca más tendría miedo a la muerte ni al dolor. Sin embargo, aún no había tenido tiempo Lawrence de celebrar su derrota, cuando los zombis que le rodeaban lo apresaron, dejándolo a merced del director. Lawrence furioso se enfrentó a él. Ante esta situación, su única posibilidad era enfadarse. - ¡Me habéis engañado! Me he ganado la inmortalidad. ¡He jugado y he ganado! - Tranquilo. - Respondió su inexpresivo interlocutor. – Es justo lo que vamos a darte, tu premio. Bienvenido a la familia. Fue en ese momento cuando Lawrence se dio cuenta de qué clase de inmortalidad te regalaban en esta ciudad. Intentó revolverse, pero no tuvo opción. Los dientes del director se clavaron en su cuello, contagiándole con su vida eterna. * * * * * El tiempo pasó. Algunos nuevos viajeros llegaron a la ciudad del desierto, aunque ninguno de ellos salió. Y entre los habitantes de la misma, había uno que debíamos destacar. Un muerto viviente que en vida se había llamado Lawrence Cork, y que aquí había encontrado la inmortalidad. La vida eterna como una putrefacta carcasa, como muerto viviente. FIN Elephantman |
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