LEYENDA ARAUCANA
El sol caía a plomo sobre la pampa, calcinando la tierra. Los pastos
habían desaparecido y los árboles resecos mostraban sus ramas desnudas y pardas
cubiertas con el polvo gris que se levantaba del suelo.
Los pocos animales que quedaban, escuálidos y desganados, hundían sus
hocicos donde creían encontrar el suelo húmedo o se echaban sin exhalar un
quejido, pues ya no les quedaban fuerzas ni para eso.
Se hicieron muchas rogativas, pero el huenu se negaba a enviar el agua
bienhechora.
En la tribu del gulmén Huiltrú reinaba la desesperación y la muerte. Los
nativos no recordaban haber pasado jamás una sequía semejante.
Varios pobladores de la aldea habían tratado de alejarse en busca de
algún lugar donde no faltara el agua, pero fue en vano. Debieron volver porque
en mucha distancia a la redonda el panorama era aún más desolador.
Gulmén Huiltrú decidió realizar esa mañana el hillatrún, la fiesta que
se celebraba cada dos años para rogar por el bienestar del pueblo, y que aunque
no correspondía, dado el tiempo transcurrido desde que se realizara la última,
era necesario efectuar a fin de que los ruegos fueran escuchados por los
espíritus bienhechores.
Toda la tribu acogió la idea con vivas muestras de satisfacción, y de
inmediato comenzaron los preparativos.
Se improvisó la capilla en medio del campo. Allí se depositaron las más
variadas imágenes a quienes se dedicaba el huillatrún.
Buscaron luego un indiecito y una indiecita de ocho años más o menos, a
los que pintaron los rostros con celeste y blanco, dándoles un aspecto original
y llamativo. Así debía ser, pues estaban destinados a ser los ídolos de la
fiesta.
Ellos, con su inocencia, eran los encargados de interceder entre los
indígenas y los espíritus a quienes iban dirigidos los ruegos.
Se oyó a lo lejos el redoble de un cultrún. Un grupo de gente se
acercaba encabezado por el machi más anciano de la tribu, que era quien
ejecutaba el redoble monótono e interminable.
Llegó el grupo a la capilla improvisada. y allí, de pie, rogaron todos
por el perdón de las malas acciones cometidas y pidieron con toda unción el
agua bienhechora que los salvara de la muerte.
Después de pasado un tiempo bastante largo se hizo una pausa para dar
oportunidad de descansar a los que realizaban las rogativas, pausa que
aprovecharon no sólo para reposar sino para beber pulcu de. manzana y para
comer carne de guanaco.
Varios descansos como este realizaron durante la mañana y todos con la
misma finalidad.
A mediodía se dio por terminada la ceremonia.
Esa noche, mientras una suave brisa refrescaba el ambiente caldeado e
insoportable, volvió el machi a invocar a los dioses haciendo conjuros para
expulsar a Huecuvú, que era, sin duda, el culpable de los sinsabores y las
desgracias que los habían alcanzado.
Los animales, extenuados, que se tiraban en el campo reseco y
endurecido, no se volvían a levantar. Víctimas de una completa inanición, se
dejaban morir...
Los hombres, vencidos por el calor y la fatiga, se echaban sobre la
tierra desnuda, de la que se desprendía un calor de infierno.
El hechicero no dejaba de invocar a los dioses tutelares, previendo, con
toda razón, que si una lluvia abundante no caía sobre la región; el fin de
todos estaría muy próximo.
Después de medianoche, cuando el lucero del alba se hizo visible a sus
ojos cansados, lanzó un grito de júbilo. El Espíritu del Agua, sensible a sus
ruegos, se hizo presente y prometió. acceder a las súplicas de la tribu.
Enviaría la tan esperada lluvia... Pero a cambio de un sacrificio que exigía.
No había sacrificio que los indígenas no estuvieran dispuestos a
realizar a cambio del agua, que era para ellos esperanza de vida.
Sin embargo, no creyeron que las exigencias del Espíritu del Agua fueran
tan terribles.
El hechicero, consciente de la magnitud de la demanda, repitió
apesadumbrado las duras palabras del Genio de las Aguas:
-La más hermosa de las doncellas deberá acompañarme a las regiones
ignotas del más allá, donde sólo tienen cabida las almas de los mortales. Para
que su transformación
sea posible, toma este líquido. El será el encargado de quitarle la vida
permitiendo al alma desprenderse de él y volar al Alhué Mapú.
Consternados escucharon los indígenas y un murmullo de asombro acompañó
las últimas palabras del machi. No cabía la menor duda: la doncella más hermosa
era Rayen, la hija preferida del cacique.
Temerosos pronunciaron su nombre:
-Rayen. .. Rayen...
El cacique nada dijo. Oyó imperturbable la sentencia. Su hermosa hija,
presente en ese momento, se adelantó y acercándose al hechicero, le pidió:
-Dame, Curá... El veneno ha sido destinado para mí y yo me siento
orgullosa de sacrificar mi vida por salvar la de mi padre y la de mi pueblo.
El cacique, desesperado al tener que perder a su hija predilecta, a
cambio de la salvación de la tribu, con gesto rebelde y palabra amarga, mirando
a los astros, se quejó:
-¿Por qué para conseguir la vida de unos, es necesario el sacrificio de
la vida de otros?
Para conformarlo, el hechicero le respondió:
-Mi señor, los mandatos del Genio del Agua deben ser cumplidos sin
protestas si no queremos que su venganza recaiga sobre todos. Pensad en vuestro
pueblo, señor...
-En él pienso... Pero también pienso que para que mi pueblo se salve,
debo sacrificar a mi hija, a quien no hay otra doncella que iguale en belleza
ni la aventaje en bondad. ¡Yo no puedo sacrificar a mi hija!
Rayen, que sin que su padre lo notara había oído sus desconsoladas
palabras, se acercó a él y acariciando su cabeza vencida por el dolor lo
conformó:
-No te doblegue la pena, padre mío. Bello destino es el de mi vida si
con ella logro salvar a mis hermanos. A ellos la ofrezco. A ellos y a ti, para
quien deseo una existencia muy larga dedicada al bien y a la felicidad de tu
pueblo al que gobiernas con tanta bondad y justicia.
Y sin que su padre pudiera evitarlo acercó a sus labios el recipiente
que le entregara el machi, y de un sorbo, apuró el contenido.
-¿Has visto padre? Fue fácil y ya está. Que mi sacrificio sea la
felicidad de los míos...
- Dio unos pasos por el campo seco y a poco cayó sin vida.
El cacique dio un grito y los que lo rodeaban bajaron la cabeza impresionados
por tanto dolor.
La aurora, que había comenzado a teñir el cielo por oriente de rosado y
añil, se vio interrumpida en su tarea de distribuir luz y colores por negros
nubarrones que cubrieron el firmamento.
Un trueno resonó a lo lejos, acompañado de agudas lenguas de fuego que
parecían hendir las nubes.
Desde ese momento no cesaron los truenos ensordecedores y los relámpagos
impresionantes. Cayeron grandes gotas que desaparecían al instante absorbidas
con ansias por la tierra reseca.
Resonó un trueno más fuerte que los otros y una cortina de agua unió, al
instante, el cielo con la tierra. Una lluvia copiosa y refrescante no cesó de
caer. Ávidos bebían los indígenas, y en un arranque de exaltación y de locura
corrían bajo el agua hasta empaparse, mientras destemplados gritos de júbilo
saludaban la llegada del agua salvadora.
Cuando la tormenta amainó, la tierra mojada prometía vida y bienestar.
El cacique, entonces, queriendo dar un último abrazo al cuerpo exánime
de su hija, corrió al lugar donde cayera... pero no la halló.
Rayen había desaparecido.
En el lugar donde la bella y valiente hija del cacique, había exhalado
su último suspiro, una planta nueva, espinosa, elevaba sus hojas verdegrisáceas
sobre la superficie.
Entre ellas surgían unas hermosas flores azules que guardaban en su
tallo el agua que tanto había costado conseguir.
Así nació el cardo.
Esta planta previsora guarda en su seno el agua vivificante que la ayuda
a sobrevivir y que se ofrece al ganado cuando la sequía devasta los campos, la
hierba desaparece y las llanuras desoladas son un páramo donde la vida se
extingue.
Y vuelve así a repetirse el sorprendente milagro por el que inmoló su
vida la hermosa y
abnegada hija del cacique Huiltrú.
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