Anónimo africano
Había una vez una vaca que se escapó del
rebaño de su amo y se ocultó en un corral abandonado. Nació un lindo ternerillo
y la vaca lo abandonó para volver al antiguo redil.
Y sucedió que una viejecita que por el
lado del corral pasaba, vio al lindo ternerillo recién nacido y,
compadeciéndose de él, se lo llevó a su casa, donde lo alimentó con salvado,
mijo y hierba.
Creció el ternerillo y pronto se
convirtió en un toro magnífico.
Un carnicero propuso a la anciana que le
vendiese el toro, pero ella se negó rotundamente.
-Takisé (tal nombre le había puesto) no
está en venta -respondió.
El carnicero se presentó ante el rey y le
dijo:
-Poderoso señor, la vieja Zeynubé tiene
un toro magnífico, grande y rollizo, un ejemplar digno de pertenecerle.
El soberano, reconocido glotón, ordenó al
punto ir en busca del toro de la vieja Zeynubé. Varios carniceros, al mando de
un funcionario del palacio, llegaron a la choza de la anciana.
El funcionario dijo a la anciana:
-El rey ordena que nos entregues el toro
para sacrificarlo mañana.
-Cúmplase la orden del rey -contestó la
anciana- no puedo oponerme a ella. Pero les ruego una cosa: llévense a Takisé
mañana por la mañana.
Accedió el funcionario palaciego. Al día
siguiente volvió a presentarse acompañado de los carniceros.
Fueron a coger el toro, pero éste resopló
de cólera y se dispuso a cornearlos.
Los matarifes se asustaron, y el
funcionario dijo a la anciana:
-Vieja, ordena al toro que se deje pasar
una cuerda por el cuello.
La anciana rogó al animal:
-Takisé, mi querido Takisé, deja que te
aten con una cuerda.
El toro accedió.
Lo llevaron a palacio. Una vez allí, lo
tumbaron al suelo, le ataron las patas y uno de los matarifes, empuñando un
enorme cuchillo, se acercó para degollarlo.
Pero la hoja de acero no pudo cortar ni
un solo pelo de Takisé; éste tenía el poder de impedir que el acero penetrase
en su cuerpo.
El rey, enojado, hizo comparecer a la
anciana, y le dijo:
-Si no consiguen degollar al toro ordenaré
que te maten a ti.
La pobre anciana se acercó al toro y,
acariciándole el testuz, le dijo:
-Takisé, mi querido Takisé, ¡déjate
degollar!
Takisé inclinó el testuz.
Degollaron al magnífico animal; luego lo
desollaron y descuartizaron. Entregaron toda la carne al rey glotón, pero éste
ordenó que diesen a la vieja la grasa y las tripas.
La anciana puso los restos que le
entregara el rey en un cesto y regresó, triste y afligida, a su choza. Metió
los restos en una tinaja, recordando apenada la muerte de su querido Takisé.
Y sucedió que, a partir de aquel día,
cuando la anciana se levantaba, encontraba la choza limpia y aseada, las
tinajas llenas de agua y todos los quehaceres listos.
Intrigada, la anciana resolvió aclarar el
misterio.
Una mañana salió de la choza, cerró la
puerta y se puso a vigilar por una rendija lo que ocurría en el interior.
Breves instantes después percibió un
ligero ruido y luego el rumor de unas escobas que barrían el suelo.
Abrió la puerta de repente y vio a dos
lindas jovencitas que corrieron a esconderse en la tinaja.
-No se escondan -les dijo la anciana-. No
les haré ningún daño.
Las dos jóvenes se acercaron, entonces, a
la anciana y la saludaron cariñosamente.
Y la viejecita les dio un nombre: Ausa a
una de ellas y Takisé -en recuerdo del amado toro- a la más linda.
Nadie conocía la existencia de las dos
jovencitas, pues jamás salían de la cabaña.
Pero he aquí que un día llamó un
forastero y pidió de beber.
Takisé le sirvió bondadosamente.
El forastero, mientras bebía, se fijó en
su rostro y quedó tan prendado de su belleza que, sin pérdida de tiempo, se lo
comunicó al rey, a quien, precisamente, iba a visitar.
Ordenó el soberano que la vieja se
presentase inmediatamente acompañada de la hermosa Takisé.
Cuando vio a Takisé, se quedó tan
prendado de ella (jamás había visto belleza más perfecta) que al punto dijo a
la anciana:
-Tu hija es bellísima y quiero que sea mi
esposa.
-Señor rey -respondió la anciana- no
puedo oponerme a tus deseos. Pero quiero que me hagas una promesa: no permitas
que Takisé salga jamás al sol ni se acerque al fuego, porque se derretiría como
la manteca.
El rey lo prometió.
Pocos días después Takisé era la esposa
del soberano.
Llegó un día en que el soberano tuvo que
visitar una de sus ciudades lejanas. Y sucedió que sus hermanas, envidiosas, se
pusieron de acuerdo para desembarazarse de su cuñada. Sabían que a Takisé le
era funesto el calor.
Las cuñadas dijeron:
-Queremos ver cómo tuestas unos granos de
sésamo.
-No puedo acercarme al fuego -respondió
Takisé.
-Lo que te pasa es que eres una perezosa
-le replicaron-. Tuesta esos granos de sésamo o, de lo contrario, te mataremos
y arrojaremos tu cadáver al río.
Asustada, la pobre Takisé obedeció.
Y, ¡oh destino!, mientras tostaba los granos,
empezó a derretirse como la manteca al calor del sol y se convirtió en un
líquido aceitoso que originó un caudaloso río.
Unos cuantos días después regresó el rey
de su viaje y lo primero que hizo fue gritar:
-¡Takisé! ¡Mi Takisé!
Una de las hermanas se le acercó y le
dijo:
-Durante tu ausencia Takisé se puso a
tostar unos granos de sésamo y la pobrecita se derritió como si fuese de
manteca y, al derretirse, se ha formado ese río caudaloso que ves allí.
El rey se quedó aterrado, y, loco de
dolor, echó a correr hacia el nuevo río formado con el cuerpo de su amada
Takisé.
Al llegar a la orilla se transformó el
rey en hipopótamo y se sumergió en las aguas en busca de Takisé. Y ésta, que
adoraba a su esposo, tomó la forma de caimán y se arrojó también al agua para
no separase jamás del rey, que era su amor.
Por esto, desde entonces, los hipopótamos
y los caimanes viven siempre juntos en los ríos y en los esteros.
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