Cuenta la leyenda que en las riberas del Paraná, vivía una indiecita
fea, de rasgos toscos, llamada Anahí. Era fea, pero en las tardecitas
veraniegas deleitaba a toda la gente de su tribu guaraní con sus canciones
inspiradas en sus dioses y el amor a la tierra de la que eran dueños... Pero
llegaron los invasores, esos valientes, atrevidos y aguerridos seres de piel
blanca, que arrasaron las tribus y les arrebataron las tierras, los ídolos, y
su libertad.
Anahí fue llevada cautiva junto con otros indígenas. Pasó muchos días
llorando y muchas noches en vigilia, hasta que un día en que el sueño venció a
su centinela, la indiecita logró escapar, pero al hacerlo, el centinela
despertó, y ella, para lograr su objetivo, hundió un puñal en el pecho de su
guardián, y huyó rápidamente a la selva.
El grito del moribundo carcelero, despertó a los otros españoles, que
salieron en una persecución que se convirtió en cacería de la pobre Anahí,
quien al rato, fue alcanzada por los conquistadores. Éstos,
en venganza por la muerte del guardián, le impusieron como castigo la muerte en la hoguera.
La ataron a un árbol e iniciaron el fuego, que parecía no querer alargar
sus llamas hacia la doncella indígena, que sin murmurar palabra, sufría en
silencio, con su cabeza inclinada hacia un costado. Y cuando el fuego comenzó a
subir, Anahí se fue convirtiendo en árbol, identificándose con la planta en un
asombroso milagro.
Al siguiente amanecer, los soldados se encontraron ante el espectáculo
de un hermoso árbol de verdes hojas relucientes, y flores rojas aterciopeladas,
que se mostraba en todo su esplendor, como el símbolo de valentía y fortaleza
ante el sufrimiento.
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