Había una vez un hombre malvado llamado Ben Sadok. Tenía un carácter tan
violento que no podía ver nada sano ni bonito sin estropearlo. Llegó a orillas
de un oasis. Allí había una joven palmera que estaba creciendo con energía.
Ésta le hirió los ojos a Ben Sadok.
Entonces tomó una piedra pesada y la puso
encima de la corona de la joven palmera y continuó su camino.
La joven palmera se sacudió y se inclinó
e intentó deshacerse de la pesada carga. Sin éxito. La piedra estaba
fuertemente puesta encima de su corona. Por más que intentaba empujar, no tenía
fuerzas suficientes para deshacerse de ella.
Entonces la joven palmera arañó el suelo
y excavó y se mantuvo en pie a pesar de la enorme piedra. Como no podía estirar
sus ramas, fue hundiendo y hundiendo sus raíces tan profundamente que encontró
las vetas de agua más escondidas del oasis. Esas aguas frescas y profundas la
alimentaron y fortalecieron, dándole tanta fuerza que empujó la piedra tan
alto, que ya ningún árbol hacía sombra a su corona. El agua de las
profundidades y el sol del desierto convirtieron al joven árbol en una palmera
reina.
Al cabo de unos años volvió el malvado
Ben Sadok, para alegrarse la vista con el árbol enfermo que él había estropeado.
Buscó sin éxito.
Entonces la palmera más orgullosa bajó su
corona, enseñó la piedra y dijo: “Ben Sadok, tengo que darte las gracias porque
tu carga me ha hecho fuerte.”
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