- Leyenda de Perú -
Allá en Querobamba de Ayacucho, el cielo
era siempre azul, con nubes de plata, que dejaban caer aguas abundantes y
fértiles que hacían crecer las plantas y los frutos.
Hasta que un día los hombres ofendieron
profundamente a los dioses: olvidaron sus deberes y dejaron de ser justos.
Entonces, el cielo se hizo más azul aún, pero desaparecieron las nubes que
fecundaban la tierra. Y la tierra se quedó seca y renegrida, sin flores ni
frutos. Ni hubo granos que guardar para alimentarse.
Los troncos de los árboles fueron segados
y quemados. Se perdió de la memoria de los hombres hasta la forma de la
preciada planta que les daba el maíz.
Las llamas, vicuñas y toda clase de
animales viejos, de patas ya gastadas, bajaron de las serranías a los valles en
busca de sustento, pero sólo hallaron desolación y esterilidad. Las aves
pequeñas apenas podían remontar el vuelo y buscaban refugio en las viviendas de
los hombres. El castigo se cumplía implacablemente: bestias y hombres caían sin
vida a lo largo de los caminos.
Llegó la noticia de tanto dolor hasta
remotas tierras. Y de una lejana comarca emprendieron la marcha, siguiendo el
cauce de un río sin agua, un grupo de ancianos y jóvenes que eran entendidos en
el arte de curar toda clase de males.
Llegados al lugar, agotaron cuantos ritos
y gracias secretas conocían para conjurar el daño y el castigo, pero todos
convinieron en que no había remedio para tan grandes calamidades.
Sin embargo, el más viejo de todos seguía
probando la suerte y buscaba un indicio de buenos augurios jugando con tres
hojas de coca. Eran estas tres hojas las únicas que quedaban, y el anciano las
echó al aire para ver cómo caían. Las hojas revolotearon un instante y
cayeron... El anciano tembló de alegría: las hojas lo miraron de cara: aquello
revelaba el principio del bien. Corrió el anciano a comunicar a todos la buena
nueva y la esperanza volvió a renacer en los corazones.
El más hermoso cóndor, conocedor también
de los misterios, partió veloz a buscar el remedio. Voló sin cansarse días y
noches, hasta que las fuerzas empezaron a abandonarlo. Al ver llegar la muerte,
en un supremo esfuerzo, por no querer caer en el llano, se remontó a la cumbre
más alta de la región, el Allakchiri, para morir en ella. Conmovido el
Allakchiri de la agonía del cóndor, su único confidente y fiel mensajero, le
dijo tiernamente:
- Querido cóndor, mi único amigo, ¿cómo
podré vivir sin tu compañía? ¿Cómo voy a permitir que muera el único que
comparte mi soledad, llegando hasta mi cumbre? Por ti revelo mi secreto.
Después irás a comunicarlo a los hombres. La causa de todos los males está en
el horrible Amaru, que vive en el fondo del lago que está al lado del pueblo.
El Amaru devora en sus ondas a todo ser que se le acerca. Como no quería perder
la vida humana de que está dotado, raptó la flor de escarcha, el sullawayta,
para que se la conservara.
Para poseerla, se disfrazó y vivió entre
los hombres; así se llenó la tierra de maldades, por estar el Amaru en ella. El
sullawayta es la flor que representa el bien y la abundancia, y todo
desapareció cuando fue devorada. Para rescatarla, será necesario que un ser
absolutamente puro, como esa flor, se arroje al fondo del lago en sacrificio.
Así dijo el Allakchiri, y el cóndor
recobradas las fuerzas, voló vertiginosamente a llevar hasta los hombres la
revelación.
Los hombres, con gran temor, se acercaron
al lago, y, creyendo cada uno ser más puro que los otros, fueron arrojándose al
lago, donde todos perecieron. Así continuó el sacrificio durante mucho tiempo,
sin lograrse nada.
Hasta que un día llegó un pastorcillo de
lejanas comarcas y se hundió en las ondas, como los demás. Y en ese instante,
tembló la tierra, se agitaron las aguas, se hundieron los montes, el viento
asolaba los llanos y sierras. Y todos perdieron el conocimiento, sobrecogidos
por el miedo y el espanto.
Cuando despertaron, una extraña paz
dominaba sus almas, arrepentidas del pecado. Arrodillados, contemplaron el
lago, de donde emergían pequeñas nubecillas negras y blancas. Eran las almas de
los sacrificados, que subían al cielo, unas buenas y otras malas. Cuando
llegaron al cielo, rompieron todas a llorar por tantas penas, y sus lágrimas se
convirtieron en lluvia providencial.
El alma del pastorcillo quedó para
siempre en el fondo del lago, a cambio del sullawayta, por haber sido el más
puro y limpio de todos.
La tierra es, desde entonces, hermosa y
fecunda; hay verdor en los llanos y flores en las plantas y frutos en los
árboles. Y el cóndor no envejece; con los años, sólo ha perdido las plumas de
su endurecido pescuezo.
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