- Leyenda del Perú -
Aunque la historia no nos ha conservado
el nombre del promotor de los hechos que se van a referir, se sabe, y ya es
bastante, que fue un emperador Inca, muy amigo de adelantos y mejoras. Este
antecesor de Atahualpa, llevado de paternal amor por su pueblo, quiso dotar a
la ciudad del Sol de un abundante caudal de agua. El proyecto era hermoso, pero
su realización, costosa y difícil. La líquida corriente habría de principiar en
las inmediaciones del Chinchero, atravesar luego el Sacsai-Huaman y descender,
por último, a la Plaza
Mayor por la parte más escabrosa.
Mas en el Imperio peruano, como en todos
los Estados primitivos, los procedimientos eran mucho más rápidos y expeditivos
que en los Estados modernos. Sin informes de técnicos, consultas de comisiones,
deliberaciones de asambleas, ni ninguno de esos mil trámites que ahora enredan
y dilatan todo, el Emperador ordenó que inmediatamente se iniciase la
construcción de la necesaria acequia. Y así se hizo. Con una diligencia que hoy
nos parecería maravillosa, al día siguiente de darse la orden, ya se
encontraban diez mil indios, con sus respectivos curacas o guardianes, ocupados
en la realización del beneficioso proyecto.
No había transcurrido aún una semana, y
apenas si se había pasado de los trabajos preliminares de reunir materiales,
cuando una tarde, a punto de abandonar ya los obreros por aquel día su faena,
se les presentó un misterioso y esquelético personaje. Sus ojos, muy hundidos,
despedían, desde el fondo de sus profundas cuencas, unos reflejos extraños y
sobrecogedores. Su voz, apagada, parecía proceder de un mundo lejano. Y como si
hablara por su enorme boca uno de esos espíritus que habitan en las cuevas,
dijo:
- Yo soy Ccorcca-Apu, dueño y señor de
todas estas tierras, soberano de estos valles y montañas. Estas aguas que por
aquí discurren son de mi propiedad, y no consentiré que las llevéis al pueblo
donde tanto abundan mis enemigos. Abandonad este empeño y no intentéis
continuar la obra. Una maldición mía sería bastante para destruir en un segundo
todo lo que vosotros pudieseis hacer en un año.
- Ccorcca-Apu - respondió uno de los
curacas -, quien quiera que seas, piensa que no te ocasiona ningún perjuicio
esta obra. No te hará falta el agua que vamos a conducir hasta la plaza. Yo te
ruego en nombre de mi soberano que no opongas ninguna dificultad a tan
beneficiosa empresa. A cambio de tu consentimiento, pide cualquier otra cosa,
que se hará todo lo posible por complacerte.
- Accederé en atención a las virtudes de
tu príncipe. Reconozco que es paternal y justo, y que estas altas cualidades
deben ser respetadas hasta en el imperio del mal. Por eso consentiré. Mas, en
justa compensación, habréis de darme una doncella perteneciente a la familia de
los Incas. He enflaquecido, víctima de una pasión maldita. Estoy condenado a
vagar sin descanso por estos mis montes. Y sólo las caricias de una doncella
noble podrán deshacer el maleficio.
- Enseguida la tendréis - ofreció el
curaca, e inmediatamente se puso en camino hacia Cuzco.
Vivía en la ciudad un pobre hombre,
llamado Polli-Auqui Ttitu, que tenía una hija bastante agraciada. El curaca fue
a verlo, y, no sin algún esfuerzo, consiguió que le diera la hija para
entregarla, por el bien de la patria, al misterioso personaje. El curaca se
llevó a Illa-Suya, que así se llamaba la joven, la vistió con las ropas usadas
de una dama noble, la adornó con atalayas, y se la entregó a Apu. Satisfecho
éste, continuaron, sin tropiezo, las obras.
Pero todo se averigua y descubre en este
mundo. No habían pasado tres lunas desde el día de la entrega de Illa-Suya a
Apu, cuando éste, no se sabe por qué desgraciada señal, se dio cuenta de que
había sido víctima de un cruel engaño. Temblando de cólera, con los ojos
encendidos de rabia, fulminó la terrible maldición que había anunciado. Los
montes la repitieron con eco que hizo estremecer toda la comarca. La acequia
que los indios habían construido quedó destruida, y las aguas ya no volvieron a
correr hacia Cuzco. El curaca autor del calamitoso engaño fue convertido en un
oscuro y enorme peñón. Y la bella Illa-Suya, que había sido tratada como una
muñeca, y que ninguna culpa tenía del fraude, se vio condenada injustamente a
vivir colgada por sus hermosas trenzas de las ramas de un árbol.
La infeliz, al verse en situación tan
triste, invocó el auxilio de Pacha-Camac. Sus lágrimas y la hondura de su pena
la libraron, al fin, de aquel castigo, que parecía que iba a ser eterno. Y
mientras ella se veía libre de su fatídico amante, éste seguía la misma suerte
del curaca.
Hoy, en lo más alto del cerro contiguo al
Sacsai-Huaman, dos peñones gemelos, el Ccorcca-Curaca y el Ccorcca-Apu,
recuerdan esta vieja historia del tiempo de los Incas.
Según refiere también la tradición, el
escuálido Apu fue un diablo tísico, que salió del infierno a hacer cura de
aires en la sierra del Rodadero.
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