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domingo, 20 de febrero de 2011

La isla del Tuira


- Leyenda de Panamá -

Los vecinos de la desembocadura del río Tuira fueron sorprendidos un día por la entrada de un pez enorme, río arriba. El inmenso animal llegó a un recodo del cauce y allí permaneció días y días, sin dar más señales de vida que su aparatoso resoplar, que formaba innumerables burbujas en el agua y que producía un sonido que se oía a largas distancias. Las gentes de los pueblos cercanos fueron a verlo y lo rodearon con sus embarcaciones. La curiosidad despertó la codicia. Para que no huyera, mar afuera, le ataron la cola, después de muchos trabajos, a un corpulento árbol. Tuvieron que hacer una cuerda trenzada con cueros muy fuertes. Luego se atrevieron a más: Empezaron a desollarlo vivo y a cortar trozos de su carne, que lo hizo desangrar y teñir de rojo vivo las aguas del Tuira. Entonces, el dolor lo despertó y sus coletazos y movimientos fueron tan violentos, que arrancó de raíz el árbol al que estaba amarrado y lo arrastró río abajo como si fuera una débil rama.
Las gentes, asustadas, lo vieron buscar la salida al mar. Pero al llegar al boquete de La Palma, volvió a detenerse. El cauce del río es estrecho en aquel lugar, y el desmesurado pez no pudo encontrar una salida, a pesar de los esfuerzos que hizo para escapar. Y allí tuvo que quedarse para siempre. Al cabo de un tiempo, su cuerpo se cubrió de musgo verde, después empezó a brotar una vegetación variada y frondosa. Y desde entonces fue llamado la Isla del Encanto. Las aguas del río hacen grandes remolinos a su alrededor, y las grandes mareas hacen peligrosa la navegación por aquellos parajes.
Un día de Viernes Santo, se le ocurrió a un indio ir hasta la isla para bañarse. Algunos vecinos que se enteraron de su propósito, quisieron hacerle desistir de hacer semejante cosa en una fecha tan sagrada. Pero el indio no hizo caso alguno y se tiró al agua, haciendo alarde de valentía y de impiedad, y sus hábiles miembros lo condujeron a la Isla del Encanto. Apenas había llegado a las proximidades de la isla, se sintió fatigado, a pesar de la calma que reinaba en las aguas del río. Pensó retroceder, recordando las advertencias que le hicieron sus amigos, pero se dio cuenta de que sus piernas no le obedecían y de que algo extraño le estaba sucediendo. Descansó, dejando flotar su cuerpo sobre la superficie. Y al intentar de nuevo emprender el regreso a nado, observó que solamente podía mover los brazos y sus piernas permanecían rígidas. Entonces, lo invadió el terror. Llamó y gritó con todas las fuerzas de sus pulmones. Pero las gentes del poblado no lo oían, recogidos como estaban dentro de sus casas, en oración, con motivo de la festividad del Viernes Santo.
El indio, dominado por el espanto, quiso morir. Hacía inauditos esfuerzos por hundir su cuerpo hasta el fondo del río, pero un impulso misterioso lo hacía volver a la superficie y lo dejaba flotando, sin que su voluntad pudiera nada. Un dolor agudo y penetrante, como un hierro candente, le subía de los pies a las rodillas. El sufrimiento llegó a dejarlo sin fuerzas ni para quejarse, y perdió el conocimiento.
Momentos después volvió a recobrarse. Había cesado todo dolor, pero algo aún más horrible había pasado.
Sus piernas estaban unidas y poco a poco iban transformándose en la cola de un pez. El indio lloró, suplicó al cielo, pidió perdón a Dios, pero todo fue inútil. Su obstinación y su locura habían sido castigadas, convirtiéndolo en un ser monstruoso, mitad hombre y mitad pez. Tuvo que resignarse y, como único refugio posible, nadó hacia la Isla del Encanto.
El indio sabía que un pescador, a quien había sorprendido la noche cerca de la isla y que había dormido en ella, había visto, al romper el alba, a una hermosa mujer, mitad pez y mitad mujer, sirena, que en la orilla peinaba sus largos cabellos con un peine de oro. Pensando en ella y en ser su compañero, le pareció su mejor destino llegar a la Isla del Encanto.
Desde entonces, algunos días de Cuaresma, y especialmente en Semana Santa, se oye en La Palma una misteriosa música que la brisa trae desde la isla. Son los arrullos amorosos del indio-pez y de la hermosa sirena y las alabanzas que elevan a los Dioses, desde su palacio de oro, en acción de gracias por su felicidad.

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