- Leyenda de Japón -
Hace miles y miles de años no se
distinguían la tierra y el cielo. Todo era un caos. Sólo los dioses podían
vivir; de éstos, todavía hoy se recuerdan los nombres de Izanagui y su esposa
Izanami. Conocieron el amor observando a una pareja de pájaros, y en esta
actitud contemplativa están representados en la mayoría de las famosas lacas
japonesas. Un día decidieron separar la tierra del cielo; bajaron por el puente
celeste y, poco después hacían la separación. Más tarde, Izanagui tomó su lanza
y la sumergió violentamente en el mar; brotaron innumerables gotas que se
extendieron por toda la costa, y al instante surgieron de ellas las trescientas
ochenta y siete islas que forman el Japón.
La divina pareja tuvo varios hijos.
Cuando Izanami dio a luz al dios del Fuego, murió. Su esposo, inconsolable,
entró en el reino de los muertos para buscarla; por fin la encontró, y la
abrazó tan fuertemente, que la deshizo. Izanami se transformó en un montón de
carne putrefacta y se desparramó por el suelo. Izanagui se lavó en un lago,
para purificarse, y poco después se retiró para siempre a una isla solitaria.
Y sucedió que cierto día quiso el Sol
crear un pueblo que fuera superior a todos los demás, para que habitara
aquellas hermosas islas, y tomando un haz de sus propios rayos, formó una
encantadora mujer, a la que llamó Amaterasu, que quiere decir «diosa de la
luz». Cuando la hubo creado, le dio el poder de ser diosa y madre del nuevo
pueblo.
Para que no se encontrara sola, bajó con
ella del cielo un brillante cortejo de dioses, de los que únicamente se
recuerdan los nombres de Ame-No-Uzume, diosa de la Alegría, y Ame-No-Moto, o
Susanoo, dios de la Fuerza.
Fue pasando el tiempo; en aquellas islas
todo era alegría y bienestar, y un gran pueblo las iba llenando poco a poco.
Servían con gran fidelidad a la divina Amaterasu, y cuando llegaba la mañana de
cada día adoraban con humildad al Sol naciente.
Pero aquella felicidad incomparable iba a
ser turbada por el carácter violento y rebelde de Ono-Mikoto, uno de los
príncipes de la corte de Amaterasu, y también de origen divino. Para enojar a
la diosa, decidió matar cierto cervatillo por el que Amaterasu sentía gran
cariño. Cuando lo hubo hecho, entró en el salón donde estaba la Reina y lo arrojó contra el
bastidor en el que la diosa bordaba; con tanta fuerza, que rompió su labor y
fue a caer sobre sus pies. Amaterasu se quedó asombrada; un profundo dolor
embargó su ánimo, y por vez primera lágrimas amargas asomaron a sus negros ojos
y bañaron sus mejillas de rosa. Tanta pena le produjo, que pensó huir del
palacio, y ocultarse de la vista de los mortales, puesto que al conocer el
dolor, el mundo y la vida misma le parecían despreciables. Y así lo hizo. Una
noche, cuando todos dormían en su palacio, se fue hacia el monte. Sola, como
una sombra más entre las infinitas de la noche, anduvo larga tiempo, hasta que
llegó a una profunda gruta. Entró en ella, y para que nadie fuera a buscarla,
tapó su entrada con una enorme roca.
Así transcurrió mucho tiempo.
Aquellas islas, al no estar iluminadas
por la luz de Amaterasu, quedaron sumidas en negras tinieblas. También
desapareció la luz de las almas de sus habitantes; todos estaban tristes y no
sabían qué hacer. Entonces los dioses decidieron traer junto a ellos a la
diosa.
Para esta empresa tenían que valerse de
todo su ingenio, porque ya sabían que su Reina era firme en todas las
decisiones que tomaba. Así, pues, organizaron un brillante cortejo; los mejores
músicos, creadores de las más dulces melodías, formaban parte de él. Anduvieron
largo rato por el bosque, hasta que por fin llegaron ante la gruta donde se
encontraba Amaterasu. Una vez allí, formaron todos un gran círculo. Los músicos
empezaron a tocar. Los trinos de los pájaros se fundían con las canciones;
parecía que el bosque estuviera encantado. Apenas había empezado a oírse la
música, uno de los dioses dijo a la diosa Ame-NoUzume que saliera a bailar, y
así lo hizo. Más hermosa que nunca, vestida con deslumbradoras túnicas, comenzó
a danzar al son de la música. Sus manos dibujaban en el aire extrañas figuras y
su cuerpo se movía con mágico encanto. Los dioses y todos los que integraban el
cortejo, admirados de tanta belleza, no cesaban de alabar la hermosura de
AmeNo-Uzume y su maestría en la danza.
Entonces Amaterasu, extrañada de oír
aquella música, sin saber de dónde venía y, sobre todo, los elogios tributados
a la bella danzarina, sintió deseos de ver a qué era debido todo aquello. Poco
a poco, fue acercándose a la entrada de la gruta, y para contemplar mejor lo
que sucedía ante ella, corrió un poco la pesada roca que tapaba la entrada de
su retiro. En aquel instante, uno de los dioses que esperaba ante la gruta tal
momento, se cogió con fuerza a la roca y la retiró a un lado, dejando libre la
entrada. Amaterasu se quedó maravillada ante el espectáculo que tenía ante sus
ojos. Algo, sin embargo, le molestaba. No podía sufrir que los dioses admiraran
tanto la belleza de Ame-No-Uzume. Y éstos, para que no se disgustara y
accediese a marchar con ellos, le dieron un espejo para que pudiera
contemplarse y comprobar por sí misma que era la más hermosa de todas las
mujeres. Una vez tranquilizada, Amaterasu tuvo a bien acceder a la súplica de
todos sus súbditos y volvió a reinar sobre ellos.
El dios Susanoo, que se había rebelado
contra ella, fue expulsado del reino y se le dio el imperio de los mares, en
uno de los cuales mató de un solo tajo de su espada a un gigantesco dragón de
ocho cabezas.
De esta manera, la paz y la felicidad
volvieron a reinar en las islas japonesas. El nieto de Amaterasu, llamado
Jinmutenno, ocupó el trono imperial y fue el primer mikado o emperador de
nombre conocido. Como atributos de su realeza, la diosa le entregó el espejo
donde ella se miró al salir de la gruta, la espada con la que Susanoo mató al
dragón de ocho cabezas y una joya. Estos objetos han sido conservados por todos
los emperadores que fueron sucediendo a Jinmutenno y aunque nadie - ni el
propio mikado - los ha visto, se conservan envueltos en innumerables sedas en
un templo no lejos de Tokio.
De Jinmutenno, sin interrupción,
descienden, a través de 2.600 años, todos los emperadores del pueblo japonés.
En cuanto a la diosa Amaterasu, viendo
asegurada su dinastía en el trono imperial, pidió a su padre, el Sol, que la
llevara junto a él y, envuelta en su luz, se fue a su lado; allí permanece
desde entonces, y, transformada en rayos luminosos, vela siempre sobre su
pueblo.
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