Ellos afirmaban que esta gente podía volar.
En África, hace mucho tiempo, algunos pronunciaban unas palabras mágicas que
los hacía elevarse por los aires como cuervos, agitando sus negras alas. Decían
que cuando esta gente fue llevada en barcos como esclavos, tuvieron que
replegar sus alas.
En aquellas atestadas embarcaciones no había lugar para
volar. Y decían también que cuando esta gente fue puesta en los campos,perdieron la libertad de desplegar sus alas. Ni siquiera podían imaginarse volando.
Pero no todos olvidaron las mágicas palabras. Una tarde el sol quemaba tanto, que parecía que les iba a chamuscar el cabello. Habían estado recogiendo algodón desde el amanecer, sin descansar. Sarah, una mujer joven que llevaba a su niño en la espalda, se estaba sintiendo tan agotada, que se desmayó.
“¡Vuelvan al trabajo! No hay tiempo para descansar”, gruñía el capataz.
Todos los demás esclavos pararon para mirarlo. Tambaleante, Sarah se incorporó con su niño en la espalda y comenzó a recoger de nuevo. Pero se cayó otra vez. El capataz le lanzó un latigazo, y Sarah se levantó por segunda vez. De entre las hileras de algodón surgió un anciano que se acercó a Sarah. Miró a ambos lados y luego le dijo algo al oído. Sarah miró en ambos sentidos y pasó el mensaje. El murmullo pasaba de esclavo a esclavo, tan suavemente como una brisa y el capataz nunca lo notó. Los esclavos seguían trabajando.
Pero en eso, el bebé de Sarah empezó a gemir y a llorar y ella se detuvo para calmarlo.
El capataz cabalgó hacia ella y en el preciso momento en que iba a descargarle su látigo en la espalda, el anciano gritó esas palabras mágicas, que recordaba de mucho tiempo atrás.
Ante esas palabras, Sarah se empezó a elevar. Abrió los brazos; los sentía como si fuesen alas. Se elevó como un águila sobre el látigo del capataz.
Dando giros con su caballo, el capataz vociferó: “¿Quién gritó? ¿Qué dijo?” Todos los demás esclavos se mantenían callados y seguían trabajando, pero ellos sabían que Sarah había volado hacia la libertad.
El sol quemaba tanto, que otros empezaron a caer. Él iba a estrellar su látigo contra uno de los hombres, pero antes que le cayera, sonó otra vez el grito. El exhausto esclavo se elevó al aire. Entonces el capataz vio a una mujer sentada, hecha un ovillo y alzó su látigo para golpearla. Una vez más se escucharon aquellas palabras mágicas y la mujer levantó vuelo.
Cada vez que un esclavo caía desmayado por el calor, el capataz alzaba su látigo. Pero cada vez que lo hacía, el esclavo se elevaba por los aires. Fue entonces que el capataz vio al anciano, con la boca ya lista para gritar. “¡Agarren a ese viejo!” gritó el capataz, levantando el látigo.
El anciano miró al capataz directo a los ojos. “¡Ahora!” fue todo lo que dijo. Ante esa única palabra, toda la gente hizo una rueda y se tomó de las manos. Recitando las palabras mágicas, todos se elevaron lentamente, volando por encima de los campos, lejos del alcance del capataz.
Dicen que esos esclavos volaron de vuelta al África. Nosotros no lo sabemos, realmente. Pero sí recordamos y aún hoy contamos esta historia a todos aquellos que intentan, en sus corazones y en sus mentes, desplegar sus alas y volar.
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