Leyenda sudamericana
Hace mucho tiempo, en el gran océano que
baña las costas del Perú no había peces. Había corales, esponjas, medusas,
caracoles y otros animales, pero ningún pez nadaba en las azules aguas de dicho
océano. Éstos habitaban únicamente los ríos, lagos y torrentes del Perú, pero
eran tan pocos que no los pescaban.
En esa época vivía en el Perú un joven
príncipe, hermoso y gallardo. Era muy poderoso y conocía artes de magia.
Alcanzaba un gesto suyo para que colinas y montañas se aplanasen y
transformasen en prados verdes y fértiles llanuras; sumergía una caña en un
río, y en el mismo instante las aguas aumentaban, desbordaban y regaban los
campos de cultivo; pronunciaba unas fórmulas mágicas, y al momento quedaban
desecados los pantanos y lagunas fangosas, cuyas cuencas se transformaban en
fructíferas plantaciones de plátanos.
Este príncipe se llamaba Coniyara, y como
era un hombre justo al que le gustaba hacer el bien, a menudo se disfrazaba de
mendigo para mezclarse con la gente pobre y enterarse de sus necesidades y
anhelos. Muchas veces acompañó a los pastores de llamas que recorrían los
escabrosos senderos de los Andes. Entraba en las cabañas miserables y veía cómo
se molía con esfuerzo el maíz conseguido con dedicación en las laderas rocosas.
Nadie reconocía a este príncipe, cuando
se disfrazaba de mendigo.
Habitaba en aquellos tiempos esas tierras
una princesa llamada Cavillaca, que rechazaba obstinadamente a todos los
pretendientes que se le presentaban. Un día la hermosa princesa penetró en un
bosque, se sentó a la sombra de un árbol y empezó a tejer una estera
multicolor. En ese momento se posó sobre una de las ramas del árbol un pajarito
de plumaje azul. Era el príncipe Coniyara, que había tomado aquel aspecto para
explorar con mayor facilidad sus dominios y las tierras vecinas. Al ver a la
princesa, se enamoró de ella, pero recordó que ésta era capaz de rechazarlo, como
había hecho con tantos pretendientes. Recurrió entonces a la astucia. Comenzó a
gorjear tan melodiosamente con su garganta de pajarito cantor, que la joven
dejó a un lado el tejido para escuchar, fascinada por la música de aquella ave.
El pajarito se separó de la rama y voló
de un árbol a otro, mirando a veces hacia atrás para cerciorarse de que la
princesa lo seguía. Efectivamente, como impulsada por una fuerza invencible, la
joven se internaba cada vez más en el corazón de la selva para no perder de vista
al pajarito. Éste, que continuaba cantando a medida que volaba, llegó a una
montaña en cuya ladera se abría una caverna tenebrosa. Entró en ella y
Cavillaca lo siguió.
La caverna era inmensa. Estaba amueblada
espléndidamente. Las llamas de un gran fuego iluminaban tapices y cojines de
ricas telas, y sobre una mesa baja se veían manjares sobre recipientes de
plata.
El pajarito se posó sobre una roca, miró
largamente a la princesa y habló con voz dulce y suave:
-Bella Cavillaca: yo soy un príncipe dotado
de mágicos poderes, pero no puedo decirte mi nombre. Quiero que sepas que te
amo. Si aceptas casarte conmigo, viviremos en una gran caverna y yo dedicaré mi
vida a hacerte feliz.
Cavillaca miró al pajarito azul
enormemente conmovida por las palabras que acababa de oír, y aceptó la
propuesta. En ese instante se abrió una hendidura de la roca y apareció un
venerable sacerdote de blanca barba. Éste bendijo la unión de los esposos y
luego desapareció silenciosamente.
Una vez que la princesa y el príncipe cenaron,
éste dijo a su esposa:
-Apenas anochezca yo volveré a mi forma
humana. Tú no debes intentar verme. La caverna quedará en la oscuridad más
completa porque el fuego se irá apagando. Si desobedeces y tratas de verme,
sufriremos muchos males.
Cavillaca estaba tan feliz que prometió
obedecer la condición.
Pasó un año durante el cual los esposos
vivieron felices. Al anochecer el pájaro azul dejaba los árboles del bosque,
penetraba en la oscura caverna y en cuanto se extinguían las llamas de la
chimenea, adquiría forma humana. Antes del alba volvía a su condición de pájaro
y salía a vagar por la selva.
La princesa dio a luz a un niño y
comenzaron sus preocupaciones: “No he visto nunca el rostro de mi marido. No es
justo. Quiero saber quién es el padre de mi hijo”.
A partir de aquel día la princesa
acribillaba a preguntas a su esposo cada noche. Éste nada respondía. Entonces
Cavillaca decidió recurrir a la astucia.
“Regresaré a mi palacio y haré las
averiguaciones necesarias. Quiero saber quién es el padre de mi hijo”. Con este
pensamiento, una mañana, después que el pájaro azul se hubo alejado, la
princesa salió de la caverna con su hijo en brazos.
Al llegar a su casa fue recibida con
alegría por sus padres y amigos.
Un año después anunció que había decidido
elegir esposo entre los príncipes de las comarcas vecinas.
El padre, feliz por esta decisión, la
anunció a todas las familias nobles.
Príncipes, cazadores, guerreros y ricos
mercaderes acudieron con la esperanza de ser elegidos. Cuando estuvieron
reunidos en el gran salón de fiestas, Cavillaca se presentó llevando en brazos
a su hijo:
-Os he reunido aquí –dijo la princesa-
para revelar un secreto que no me da paz y sosiego. Hace dos años contraje
matrimonio con un príncipe, que es el padre de este niño. Sin embargo, aún no
he podido ver el rostro de mi esposo y tampoco sé su nombre. Tengo la esperanza
de que se encuentre entre vosotros. Le ruego que se adelante y se haga conocer.
Al oír tales palabras los invitados se
miraron, asombrados.
Viendo que ninguno se adelantaba, la
princesa prosiguió:
-Puesto que el padre de mi hijo no quiere
revelarse, el niño lo indicará. Lo traeré para que ande entre vosotros. Por
instinto la criatura se dirigirá a su padre.
En efecto, en cuanto el pequeño se vio libre,
se dirigió hacia uno de los presentes. Éste era un harapiento, que había
entrado sin ser visto por la guardia del palacio y permanecía en el fondo del
salón. Cuando el pequeño se le acercó, él se inclinó y lo acarició con ternura.
Cavillaca, aturdida por aquella escena
inesperada, palideció. ¿Era posible que su esposo fuera aquel hombre con
aspecto de mendigo? Avergonzada por todo eso, corrió hasta la criatura, la alzó
y salió del palacio rápidamente. Se dirigió hacia la costa y se perdió de vista.
En vano fue llamada por su esposo que,
volviendo a su condición de príncipe, intentó alcanzarla.
-¡Detente! ¡Soy yo, tu esposo!
La princesa, creyendo que el perseguidor
era el harapiento que había acariciado a su hijo, apretó a éste contra el pecho
y siguió corriendo. Cavillaca se decía:
“¡Yo, que he rechazado príncipes y nobles
de alta alcurnia, terminé casándome con un mendigo! No volveré jamás entre los
míos. Me esconderé lejos de mi tierra. Iré a donde nadie me conozca...!
El príncipe siguió andando en la
dirección que había tomado la princesa. Encontró un cóndor sobre una roca y le
preguntó:
-¿Puedes decirme, hermano cóndor, si pasó
por aquí una joven con un niño en brazos?
-La he visto –respondió el cóndor-; no
debe de andar lejos.
El príncipe anduvo varias horas sin
éxito. Encontró un gato montés y le formuló la misma pregunta:
-Hermano, ¿ha pasado por aquí una joven
con un niño?
-Sí, hace unas horas.
-¿Estará muy lejos?
-Sí, muy lejos; difícilmente podrás
alcanzarla.
A pesar de esa respuesta desalentadora,
el príncipe siguió corriendo. En un desfiladero encontró un puma.
-Hermano puma, ¿has visto a una joven con
un niño?
-Sí, pasó por aquí hace poco tiempo. Su
marcha era lenta. Parecía cansada. Si te apuras tal vez la alcances en pocas horas.
Cuando el príncipe llegó a la costa del
océano se detuvo a observar la planicie marina. ¡Ni una huella de Cavillaca
sobre la arena de la playa!
Cerca de la orilla jugueteaban dos
jóvenes sobre las altas olas. Parecían sirenas, ya que sus movimientos eran
idénticos a los de los peces de los lagos.
Cuando las hábiles nadadoras se acercaron
al príncipe, éste les preguntó:
-¿Habéis visto a una bella joven con un
niño en brazos?
-Sí, la hemos visto. Ha atravesado a nado
este brazo de mar y se ha refugiado en aquel escollo, ¿lo ves?
Una gran tristeza invadió el ánimo de
Coniyara. Él tenía poderes mágicos en tierra, pero en el ámbito marino se
sentía desamparado ¿Cómo llegar al lejano escollo adonde se había escondido
Cavillaca?
Las dos sirenas advirtieron la pesadumbre
del príncipe y le prometieron auxiliarlo:
-Iremos nosotros hasta allá. Hablaremos
con ella y te diremos cuáles son sus sentimientos.
Efectivamente, se dirigieron hacia el
escollo y en pocos instantes se encontraron con la princesa. Ésta lloraba,
sentada sobre una roca, porque se sentía desventurada. Al ver acercarse a las
dos nadadoras se alzó para oír mejor sus voces. Pero al enterarse de que traían
noticias de su esposo, respondió con una mueca despectiva:
-No me habléis de ese mendigo.
El engaño le fue indispensable para
lograr tu mano. Tú rechazabas a todos los pretendientes.
-Pues yo no lo perdono. No quiero oír
hablar de él.
Ante aquella decisión, las dos jóvenes
volvieron a la costa y le contaron todo a Coniyara. A éste se le quemaron los
ojos de lágrimas. Pensaba en su mujer, a la que él adoraba, y en su pequeño
hijo, expuestos a las inclemencias en aquel escollo rocoso, y se le oprimía el
corazón.
Las dos sirenas, compadecidas por aquel
dolor, propusieron al príncipe:
-Si no tienes poder sobre las aguas del
océano, debes servirte de los animales de la tierra. Si no puedes ir hasta el
escollo, haremos que Cavillaca venga hacia ti. Estamos seguras de que te amará
en cuanto te vea en tu figura de príncipe. Ven con nosotras.
Lo tomaron de la mano, lo llevaron a su
casa, que estaba situada a orillas de un lago, y le dijeron:
-Ordena a los carpinchos y a las nutrias
cavar un canal que una las aguas de este lago con las del océano.
Al quedar el lago comunicado con el
océano, los innumerables peces se lanzaron hacia el océano y lo poblaron en
poco tiempo. Muchos de ellos rodearon el escollo en que estaba la princesa con
su hijito, y éste se entretuvo largo tiempo siguiendo los rápidos movimientos
de aquellos ágiles nadadores.
Las dos jóvenes protectoras estaban
agradecidas al príncipe por haber conseguido para los peces del lago un canal
para llegar al océano.
-Así como los peces del lago han logrado
llegar al inmenso océano, así también las poderosas aves de la tierra podrán
ahora volar sobre las olas. Por lo tanto, poderoso príncipe, ordena a las
garzas y a las grullas que vuelen hasta el escollo y te traigan a tu mujer y a
tu hijo. Cuando Cavillaca y el pequeño fueron depositados sobre la costa por
las aves, Coniyara se acercó y le dijo a su esposa:
-Princesa: para que no rechazaras mi
amor, recurrí a la magia y me transformé en pájaro azul. Luego no podía
concurrir al palacio de tu padre sino disfrazado de mendigo.
Cavillaca interrumpió el discurso de
Coniyara diciendo:
-Príncipe: soy yo quien debe pedir perdón
por haberte hecho sufrir tanto. Yo no podía pensar en los secretos de las artes
de magia. Pero quiero aclararte algo que alegrará tu corazón: si en vez de
transformarte en pájaro te hubieras presentado así, tal cual eres, es seguro
que te hubiera aceptado igualmente.
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