Sucedió esta historia en un tiempo en que los niños aún
jugaban en la calle.
Andrés y María estaban convencidos de que su hijo Daniel
padecía alguna
extraña patología mental. La relación con él siempre había
sido muy complicada. Era
un niño extremadamente retraído. Mostraba actitudes
sorprendentes. A veces pasaba
horas sin hacer nada, con la mirada perdida. Por el
contrario, en otras ocasiones, era
presa de una actividad febril.
Corría de un lado a otro de
la casa, cambiaba los objetos
de lugar, llenaba multitud de hojas de papel con
inquietantes dibujos, y leía con avidez
libros, revistas, periódicos. Su padre se había rendido
hacía ya tiempo, pero su madre
aún intentaba llegar al corazón de su hijo, descubrir que
era lo que fallaba en su mente
para así poder ayudarle. Lo quería con locura. Daniel creía
estar acompañado de
multitud de presencias, de entes que sólo él intuía. El
aspecto físico de Daniel lo
destacaba entre sus compañeros de escuela. Era
increíblemente alto para sus trece
años, y de una delgadez enfermiza. A través de su pálida
piel se trasparentaban
infinidad de venas azuladas. Unas profundas ojeras
enmarcaban unos grandes ojos
negros faltos de vida. Las ropas oscuras eran las únicas que
consentía en vestir. En el
colegio también tenía un comportamiento difícil. Apenas se
relacionaba con los otros
niños. Algunos de ellos le hacían burla, aunque viendo la
indiferencia con la que recibía
ese maltrato se apartaban rápido de él. A pesar de todo ello
la escuela no podía ni
quería prescindir de Daniel. Sus resultados académicos eran
sobresalientes. Era
pasmosa la facilidad con que asimilaba conocimientos.
Llegaba incluso a superar y
corregir a los profesores. Estos les tenían auténtico pavor.
Daniel sólo jugaba con sus compañeros cuando se organizaban
partidas de
canicas. No era buen jugador y perdía muchas balas. Su madre
se quejaba del gasto
que esto suponía y los otros niños se aprovechaban. Montaban
las partidas en el
parque cercano al colegio. Un día, el enfrentamiento tuvo el
mismo final tantas
veces repetido. Perdió casi todas las canicas quedándose tan
sólo con unas pocas.
Sus contrincantes marcharon satisfechos a sus casas.
Apesadumbrado se sentó en un
banco a meditar. Y de nuevo volvió a percibir las
presencias. Le habían acompañado
desde siempre. Nunca estaba realmente sólo. Se movían
alrededor, se sentaban a su
lado, oía sus respiraciones, sus risas, aunque no los veía.
Esa tarde se atrevió por
primera vez a hablarles. Les pidió, les imploró su ayuda.
Las presencias
desaparecieron. Deseó que no se presentasen nunca más. Y
decidió que ya no jugaría
a las canicas. Se levantó dispuesto a tirar en una papelera
las cuatro que guardaba en
la mano. Y de pronto una joven voz le inquirió:
- ¿Qué haces?
Se giró. Un niño, aproximadamente de su misma edad, lo
miraba fijamente.
Vestía completamente de negro, su tez era muy blanca, el
cabello, al igual que sus
ojos, oscuro como el carbón, alto y delgado, aunque su atractivo
era inmenso. Todo el
que lo miraba notaba una irresistible atracción. De su ser
parecía emanar un
magnetismo imposible de ignorar.
– Tiro mis canicas. ¿A ti qué te importa? ¿Quién eres tú? –
le contestó Daniel.
– Deberías pensar bien lo que haces. Crees que tirando esas
canicas se
acabarán tus problemas y eso no es cierto. Has pedido ayuda
y por eso estoy yo aquí.
Sólo te pido que juegues una partida más. Contra mí. Si
pierdes esas cuatro balas,
¿qué más da?
– No sé quien eres ni de donde vienes, pero jugaré contra
ti.
– Yo antes era como tú. Triste, incomprendido. A veces creía
estar loco. Había
gente a mi alrededor que no veía, pero sabía que allí
estaban. Nadie más se daba
cuenta. Y un día, como has hecho tú hoy, pedí su ayuda. Me
la dieron y ahora yo
también te la doy. ¿Jugamos ya?
Aplanaron el terreno con las manos e iniciaron la partida.
Al poco el niño extraño
le había ganado ya tres balas. Daniel tenía la viva
sensación de que su rival no estaba
solo. Miró en dirección a los árboles por si alguien se
escondía, aunque no vio a nadie.
En ese momento el niño extraño sacó del bolsillo una canica
rarísima. Era grande y
talmente parecía un ojo, un ojo de cristal. Comprendió
entonces porqué creía que ese
niño no estaba solo. El ojo le miraba. Lo miraba todo.
Seguramente el niño extraño se dejó vencer. El caso es que
Daniel le ganó esa
pieza, el ojo.
– Con esta canica no perderás ni una partida, con esta
canica cambiará tu vida,
serás popular, apartarás la locura de ti, pero vigila. No
dejes que ella te venza. No
abuses de su poder. Está viva. Si le exiges demasiado se
vengará. Podría ser fatal –
dijo el niño con aire misterioso –. Me voy. No volverás a
verme nunca más. Recuerda,
en tus manos tienes un grandísimo poder. Aprovéchalo. Pero
respétalo.
Él, confuso, también salió del parque. Mientras andaba por
la calle con el ojo de
cristal agarrado fuertemente por su mano derecha tuvo la
impresión de que la gente se
apartaba. Llegó a su casa y rápidamente se encerró en la
habitación. Sentado en la
cama miró fijamente al ojo. Sí. Esa canica tenía vida.
A partir de entonces inició una carrera de victorias
envidiable. En cuanto ponía
su ojo en el suelo nadie se le resistía. Guardaba en su casa
cajas llenas de las canicas
que había ganado. Empezó a ser popular. Todos querían formar
equipo con Daniel. No
podía creerlo, pero las chicas lo encontraban atractivo.
Sus padres creían que un milagro había curado a su hijo. Se
tornó dócil, amable,
cariñoso. Ayudaba en casa. Incluso la relación con su padre
se normalizó. Pero un
hecho era desconocido por todos. Daniel cada vez dependía
más del ojo de cristal. No
soportaba separarse de él. Le acompañaba a todas partes.
Muchas noches las pasaba
en vela, concentrando toda su atención en la canica. Y llegó
un día en que ocurrió el
prodigio. Sucedió de forma inesperada. Al principio se
asustó, aunque rápidamente el
susto se convirtió en dicha. Se abría ante él un mundo
nuevo, lleno de infinitas
posibilidades. Era capaz de ver a través de ese ojo.
Aprendió a espiar, sin que se
dieran cuenta, a sus padres, a sus profesores, a sus
compañeros. Daba igual la
distancia a la que se encontrara del ojo. Siempre lo situaba
estratégicamente, sin que
nadie se diese cuenta. Así consiguió conocer los secretos de
mucha gente. Su
popularidad en el colegio creció todavía más. Se colaba en
la sala de profesores,
dejaba el ojo escondido, y así podía conocer las preguntas
de los exámenes. Pero,
poco a poco, esa popularidad fue acabándose. El gran poder
de Daniel se volvió en su
contra. Comenzó de nuevo a encerrarse en sí mismo. No
entendía el miedo que
ocasionaba en los demás. Tampoco los demás entendían por qué
Daniel les daba
miedo. La gente intuía que algo terrible escondía, que
alguna entidad, espíritu o
fantasma, lo acompañaba continuamente. Empezaron otra vez a
hacerle el vacío, a
alejarse. También su familia. Su madre estaba aterrada, en
ocasiones le parecía que
su hijo se disipaba, que se asemejaba a un fantasma. Daniel
abusaba de su poder
durante largos períodos de tiempo. Y al fin un día llegó el
desastre. Estaba usando el
ojo porque sabía que sus padres hablaban de él. Querían
internarlo en una institución
mental. Los escuchaba y veía desde lo alto del armario de la
habitación. Pero de pronto
tuvo una percepción extrañísima, asombrosa. Se notó todo él
dentro de ese ojo. Lo
había absorbido.
Lo buscaron por todas partes. Fue avisada la policía. Se
hicieron batidas. Se
repartieron pasquines por toda la ciudad, por todo el país.
Las televisiones denunciaron
la desaparición. Pero jamás se encontró al niño perdido. Un
día su madre, hecha ya a
la idea que su hijo había muerto, descubrió una extraña
pieza de cristal encima del
armario de la habitación. Parecía un ojo. El terror que le
produjo fue mayúsculo. El ojo
la miraba con una mezcla de ternura y malicia a la vez. No
pudo soportarlo y tiró el ojo
por el retrete.
Bufalaga
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