Nunca me habían gustado los Hospitales, me ponían nervioso, el olor a desinfectante, todo tan blanco, casi podía sentir el dolor y la enfermedad de todas las personas que esperaban allí, a ser reparadas como coches en un taller mecánico. Ya sé que la comparación es odiosa, pero eso era la que se me pasaba por la cabeza cuando iba a un hospital.
Siempre que podía, intentaba por todos los medios no ir a visitar a nadie al "taller de humanos", pues me sentía muy incómodo en aquel lugar, siempre encontraba una buena excusa para no ir, pero esta vez el motivo de mi visita era inexcusable, pues iban a operar a mi abuela, y aunque la operación no era muy peligrosa (la operaban de una cadera) la anestesia en una persona tan mayor, entrañaba cierto peligro.
Uno a uno toda la familia se fue marchando, pues la hora de las visitas se acababa, hasta que sólo quedamos mi madre y yo. -Vete ya a casa, yo me quedaré con la abuela esta noche, la pobre está muy nerviosa, el doctor me ha dicho que mañana por la mañana entra a quirófano- Me dijo mi madre; cogí la mano de mi abuela fuertemente y le di un beso, (tenía miedo de no volver a verla), besé también a mi madre y salí de la habitación 666 (qué casualidad ¿no?).
Ya era muy tarde y no había nadie en los inmensos pasillos del Hospital, el silencio me ponía nervioso, aquello era tan grande que me podía perder si no me fijaba, una paranoia empezó a formarse en mi mente ¿y si los pasillos de este hospital son un laberinto? ¿y si no vuelvo a salir de aquí jamas?, - Demasiadas películas de terror, y demasiados libros de Stephen King- me dije a mí mismo para tranquilizarme. Tras andar apresuradamente por los blancos pasillos torciendo las esquinas y encontrando nuevos pasillos idénticos a los anteriores encontré los ascensores (¡uf, qué alivio!) Pulsé repetidamente el botón de llamada del ascensor, deseando que las puertas metálicas de este se abrieran ¿Os he dicho que no me gustan nada los ascensores? Pues así es, me siento encerrado cuando voy en ellos, pero por supuesto, no estaba dispuesto a bajar desde la sexta planta por las escaleras. ¡Dinnggg!, el ascensor había llegado (el timbre sonó como el de un microondas, ¿reventaré como un huevo cuando entre en el ascensor?) las puertas metálicas se abrieron y para mi sorpresa ví que el ascensor estaba ocupado.
Una enfermera, pero no una enfermera cualquiera, era una enfermera digna de ser portada del Playboy, larga cabellera rubia, labios gruesos, mirada penetrante una bata tan ajustada que dibujaba perfectamente sus irreales medidas de 90-60-90, con la cofia blanca a juego con la bata, medias blancas con liguero ¡Un momento! ¿desde cuándo las enfermeras llevan cofia? Eso sólo pasa en las películas americanas, y ¿desde cuándo los uniformes de las enfermeras parecen ser comprados en sex-shops?. Algo no encajaba, esto no podía ser cierto, decidí dejar de pensar esas cosas por un rato y entré en el ascensor, las puertas se cerraron al instante en que yo entré y algo me dijo que jamas volvería a salir de él.
- ¿Bajas? -me dijo con una voz tan sensual que la piel se me puso de gallina.
- Sí, sí, sí bajo -le respondí nervioso (tanta exuberancia, tanta voluptuosidad, yo no sabía donde mirar)
Después de esto, los dos seguimos callados un momento, hasta que ella rompió de nuevo el silencio
- ¿Eres donante de sangre?
- No, no lo soy - le respondí
- ¿Nunca has pensado en donar sangre?-, me dijo aquella enfermera de ensueño mientras se acercaba a mí lentamente,
- No, no- le respondí cuando estaba tan cerca de mí que podía sentir su aliento, me acorraló contra el espejo del ascensor de repente me di cuenta de algo. Sus ojos, sus ojos habían cambiado, aquellos ojos no eran humanos, aquellos ojos tenían mucho de animal, eran casi hipnóticos, me agarró de las muñecas, y con una fuerza sobrehumana me levantó los brazos presionándomelos contra el espejo, momento en que me di cuenta que sus manos no se reflejaban en él.
Yo ya no podía hacer nada, me sentía paralizado por aquellos ojos, por aquella mirada, ella me dedicó una sonrisa, la sonrisa de la muerte, mostrándome su perfecta dentadura con unos colmillos superdesarrollados, ella besó mi cuello, mordió mi cuello, clavó sus colmillos en mi cuello, no puedo decir que fuera desagradable si no todo lo contrario, fue muy placentero, muy placentero, notar como mi vida se escapaba para que la vida de ella continuase.
Ahora ya no temo a los hospitales, a los “talleres de humanos”.
Ahora los frecuento, cada vez que tengo hambre, hago una visita a mi amiga, la encargada del centro de transfusión, hermandad de donantes de sangre, hermandad de consumidores de sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario