A sus pies se extiende un interminable tapiz de flores. Rojas amapolas y amarillos dientes de león, humildes margaritas mutadas, trémulos testigos de sus pesados pasos de acero y titanio, de sus dos toneladas movidas por plutonio que estremecen la tierra en su patrullar interminable.
Un largo tiempo de misión. Los primeros años sus pies articulados dejaban huellas en el barro de los cráteres, plomizo de cenizas radiactivas, bajo un cielo velado por los incendios de las ciudades y los bosques. Aquellos primeros tiempos fueron más movidos: aún se podía encontrar alguna unidad enemiga, rápidamente eliminada. Nadie podía competir con la eficiencia destructora de aquel último modelo, el arma definitiva diseñada para acabar con la guerra antes de que ésta acabara con todo.
El cielo fue perdiendo poco a poco su mortaja de nubes. Aquel modelo autónomo llevaba tanto tiempo sin recibir órdenes que recurrió a las características más avanzadas de su programación para tomar nuevas iniciativas. Algunas máquinas superficialmente parecidas a las del bando que lo había diseñado no respondían satisfactoriamente a los códigos de identificación. Sólo fueron destruidas aquellas que podían suponer un peligro para la unidad de combate; el resto fueron delicadamente inutilizadas, pensando en un futuro aprovechamiento, en aplicación de criterios alojados hondamente en su memoria y nacidos en los últimos estadios de escasez de una guerra total.
Pasó bastante tiempo para que las máquinas simplemente inutilizadas se corroyeran y convirtieran en simples montones herrumbrosos semienterrados entre las nuevas plantas que empezaban a arraigar entre los cráteres anegados por la lluvia. Aquellos restos esqueléticos daban un irónico complemento a los primeros rastros de vegetación mortecina, mutada, perlada de aberraciones somáticas que delataban los venenos nucleares y químicos que infectaban lo más profundo de la naturaleza de la vida. El calcinado campo de batalla empezaba a perder su uniformidad de colores y su orografía torturada a manos de la vida, la erosión y el tiempo; nada digno de consideración para aquella unidad de combate adaptable, pero especializada, que prosiguió su patrulla ajena a los cambios.
Nada se veía ya del campo de batalla y de las ciudades no quedaban ni ruinas cuando aquel guerrero infatigable tuvo que afrontar un problema nuevo: seres humanos, evidentemente civiles e imposibles de etiquetar como pertenecientes a ninguno de los dos bandos en disputa. No podían bajo ningún criterio ser considerados una amenaza para aquella maravilla invulnerable de materiales avanzados, semi desnudos como estaban bajo aquel nuevo cielo azul y más cálido, acompañados de lanzas y mazas rudimentarias. Pero su presencia era una intrusión, y elaboró nuevos protocolos recurriendo a las instrucciones sobre trato a civiles y neutrales implantadas en su memoria más por inercia y viejas herencias de programadores de otros tiempos que porque sus creadores consideraran aquellos criterios poco menos que absurdos en la última etapa de una época sin civiles y sin neutrales.
Los espantó con ultrasonidos, con gases de baja letalidad, con proyecciones térmicas poco intensas. Muy pocos de ellos, los más persistentes y osados, fueron, eventualmente, desactivados y almacenados pensando en un futuro aprovechamiento, como con las máquinas inutilizadas tanto tiempo antes. Al cabo de un tiempo la aparición de aquellos intrusos era tan frecuente que se vio obligado a subir la intensidad de sus acciones, y a articular respuestas más
flexibles. Erradicó toda presencia humana del teatro de operaciones predefinido y delimitó un perímetro de seguridad de miles de kilómetros que, para ahorrar desplazamientos al guerrero por un área tan vasta, fue atendido y guardado por submáquinas que estaba capacitado para construir y programar, que cumplían labores de alerta e intercepción de las intrusiones, excepto de las más graves que requirieran su intervención directa. Apenas pudo encontrar componentes mecánicos, y ni siquiera metales en bruto, de otras máquinas enterradas en el antiguo campo de batalla, tanto tiempo había pasado. Improvisó con lo que tenía a mano, incluyendo los restos de los civiles desactivados: lo único aceptablemente rígido de estos eran los soportes internos de carbonato cálcico, lo que le dio muchos problemas. Pero aquel guerrero era un sistema inteligente y adaptable, y finalmente tuvo su perímetro de máquinas ayudantes que con periódicas revisiones resultó muy eficaz.
Las leyendas hablan de un reino guardado por cadáveres, que espantan a los vivos con gritos aterradores, con miasmas fétidas y ponzoñosas, con dardos envenenados, con llamaradas letales que exhalan de las bocas sonrientes de sus calaveras. En lo más profundo de aquel lugar vedado
se halla un jardín bellísimo y tranquilo, una pradera de hermosas flores y árboles frutales, de animales mansos que no temen al hombre, por la que pasea siempre en soledad el rey de los muertos, un gigante negro y herrumbrado que cojea y chirría y cuya sola mirada mata. Son
historias muy antiguas, pero aún hoy pocos se atreven a ir, y nadie vuelve, con descripciones más actuales de aquel territorio.
Pero nada dura para siempre, y algún día los paseos cada vez más breves terminarán, y los muertos guardianes caerán de abandono, y en el centro del jardín florido, una estatua quieta para siempre, privada hasta del último rastro de energía, se alzará por un tiempo, cubierta de enredaderas y de bellas flores que rodearán a modo de guirnalda la cabeza inmóvil, una corona para el vencedor, un monumento accidental en memoria del último guerrero y de sus victorias que, de tan definitivas, devinieron fútiles.
Ignacio Egea
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