Eran los tiempos de la sopa primigenia. Las islas y continentes estaban hechos de patata, y la vida primitiva flotaba en el caldo tibio como garbanzos, sus hebras de ADN alargadas como fideos, entrelazadas como fussilli. La Luna había salido poco antes del puchero de la Tierra, y dominaba el horizonte como una gran albóndiga flotante.
Los géisers arrojaban a lo alto los componentes de la atmósfera: tocino, cebolla, ajo, perejil, en un borboteo continuo. Yo era un garbanzo feliz en el cocido, expectante ante el banquete de Historia Natural que se nos prometía, y te miraba a ti entre los vapores de los caldos, mientras flotabas despreocupada en la sopa primordial, tan hermosa eras, garbancito mío, bañada en apetitosa tocineta de lípidos y proteínas.
En el cielo se vio un astro espantoso, un cometa de metal de mal augurio, que se zambulló en nuestro mar espeso levantando grandes olas, dolor y pánico. El huso de brillante metal se hundió y surgió, elevándote al cielo consigo. Te perdí para siempre en la primera cucharada del predador que poco a poco nos devora a todos, del eterno comensal llamado Tiempo.
Ignacio Egea
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