La cueva, ante sus ojos, parece tener un
raro poder hipnótico.
La entrada es poco más alta que el tamaño medio de un ser humano. Quizá
un metro noventa, o quizá menos...
Pero Toño se siente irresistiblemente empujado a entrar en ella.
Algo, en su interior, grita desesperadamente. Le previene de que no debe
traspasar el umbral de piedra.
Toño vacila.
Da un paso.
Luego otro vacilante, luego otro más seguro...
Finalmente, penetra decididamente en el oscuro agujero.
El interior no es tan oscuro como él temía. Avanza entre un olor dulzón
a tierra húmeda. Las paredes, efectivamente, rezuman humedad, minúsculas gotas
que resbalan lentamente, como perezosas lagartijas, roca abajo, hasta ser
absorbidas por la tierra que tapiza el suelo de la cueva.
El pasillo se alarga, entre curvas suaves. Toño nota que sus cabellos
rozan algo. Es el techo de la cueva. Parece como si el techo estuviera cada vez
más bajo. Quizá el pasillo se estrecha paulatinamente a medida que se
prolonga...
Esa sola idea basta para atenazarle el corazón. Su corazón, débil y
enfermizo de por sí... un corazón aprensivo que no resiste la idea de cuatro
paredes cerradas...
¡CLAUSTROFOBIA!
Esa es la palabra...
Y en ella refleja todo su temor. Un temor formado por una parte de
morboso placer, que le empuja a seguir adelante por el corredor de piedra a
sabiendas de que las paredes son cada vez más estrechas y el techo y el suelo
se hallan cada vez mas cerca...
La fuerza invencible sigue empujándole adelante, aunque ahora debe
caminar ya agachado...
La luz disminuye. Debería haber desaparecido ya, pero aún basta para
vislumbrar levemente el camino que se extiende serpenteante ante él. Un brusco
descenso del techo. Toño tiene que caminar sobre sus rodillas y sus codos para
seguir avanzando.
Aquella depresión del techo pasará pronto... tiene que pasar... y luego
podrá seguir caminando normalmente, erguido, quizá incluso se halle en una
caverna natural con estalactitas y estalagmitas... Una foto de las Grutas de
Cacahuamilpa pasa fugazmente ante sus ojos.
Respira fatigosamente, con una extraña opresión. El esperado
ensanchamiento no llega. En vez de eso, el paso entre las paredes de piedra es
cada vez mas angosto, obligándole a arrastrarse como una serpiente para seguir
avanzando, empujado por alguna extraña e incomprensible fuerza...
Asustado, Toño se da cuenta de que ya no tiene espacio ante él. El
corredor, angosto como una conejera, termina bruscamente ante la piedra que
forma el corazón de la montaña, como si algún desalentado ingeniero hubiera
dejado su trabajo e medio terminar...
Claustrofobia...
El asfixiante terror a los espacios cerrados hace presa en él.
Debe volver atrás, rápidamente, ganar la salida, el cielo azul, el aire
fresco, la,...
No, no es posible.
¿Por qué no puede retroceder?
Sus manos se apoyan fuertemente en el suelo a fin de intentar impulsarle
hacia atrás... pero es inútil.
No puede moverse. Por lo menos, no con ayuda de las manos.
Entonces son las rodillas las que, desesperadamente, tratan de
constituirse en punto de apoyo para impulsarse hacia atrás. Pero sólo consigue
desgarrarse la tela del pantalón y desollarse la piel.
No puede moverse. Está clavado en el suelo, con la roca sobre su
espalda, bajo su pecho, ante su cabeza y quizá, muy posiblemente, detrás de sus
pies...
Como una película, un brutal zoom hacia atrás le hace ver a si mismo
prisionero en una inmovible cárcel de piedra, con toneladas de piedra sobre él
y debajo de él, por delante, por detrás, como si ahora también él formara parte
de la montaña que le ha aprisionado en sus entrañas...
Abre la boca.
Llena sus pulmones de aire viciado, húmedo, oscuro, con sabor a tierra.
Un alarido desesperado, desgarrador, salvaje, brota de su garganta.
-Toño... por Dios, ¿qué te ocurre?
La mano de Ana, fuertemente, le sacude.
El final del alarido sale, agonizante, de sus pulmones.
-Toño... ¿qué tienes?
Mira a su alrededor. Un armario, un rectángulo de luz que viene de la
calle. Lo único que toca su cuerpo es la ropa del pijama, y encima de ella la
de la cama.
Ana, preocupada, le mira con cierta inquietud.
-Ha sido ese sueño otra vez, ¿verdad?
-Si... el horrible... ¡me moriré si sigo soñando eso! Mi corazón... no
lo resistirá...
-Tranquilízate, cariño... mañana volveremos otra vez a ver al
cardiólogo.
Y, si es necesario, a un psicoanalista. Pero tienes que dejar de soñar
esas cosas horribles...
-¿"Esas", dices? No, Ana... Sólo hay una pesadilla... sólo
una... siempre la misma...
El médico retira los cables, que se han calentado al contacto con el
cuerpo de Toño.
Luego, tira de una larga hoja de papel y observa los grafismos de
cordillera que la cabeza lectora ha impreso en ellos.
-Tenemos que cuidarnos, amigo- dice, empleando ese "nos" tan
característica y paternalista de los médicos.
-¿Estoy peor?
-Bueno, no es eso exactamente... pero no hay mejoría, que es lo que
nosotros esperábamos. Ese corazón está muy fatigado...
-Toma... aquí tienes las gotas...
Toño, obedientemente, las toma mientras Ana acaba de abrocharle la
chaqueta del pijama y pasa cariñosamente los dedos por la piel de su pecho.
-No te desmoralices, ¿quieres? No me gusta verte deprimido...
Toño asiente, en silencio. Su frente se puebla de un sudor frío. Acaba
de presentir que volverá a tener la pesadilla.
Se tumba en la cama, se arropa, aprieta las sábanas en torno a su cuerpo
como para protegerse de un enemigo invisible y viscoso que caerá sobre él en
cuanto Ana apague la luz de la mesilla de noche...
La cueva. La oscuridad.
Olor a humedad, un pasillo cada vez más angosto... piedras que
aprisionan su pecho, su espalda, toso su cuerpo...
Un alarido. Otro más. El último.
Ana, sobresaltada, toca el cuerpo de Toño. Rígido, frío. Sus ojos están
clavados en el techo, como si éste se hubiera movido, como si hubiera bajado
para aplastarle...
Su corazón no late desacompasado como es habitual después de su
pesadilla. Ana aplica el oído al pecho de Toño. Nada. Silencio. Su corazón se
ha detenido.
Todo es oscuro. Toño abre los ojos. La pesadilla otra vez...
Sigue el olor a tierra, y el olor a humedad. Intenta mover los brazos,
pero no puede. Quizá con las rodillas...
Pero, como es habitual, tampoco las rodillas sirven.
Tendrá que gritar para despertarse y acabar con aquella horrible
angustia.
Abre la boca. Va a gritar. Pero, de repente, algo cruza su mente.
Hay algo distinto. ¿Qué es?
La posición... no está boca abajo, como cuando lucha desesperadamente
para salir del túnel.
No. Está boca arriba. Boca arriba...
Y hay otro olor. Un olor nuevo, aparte de la humedad, la tierra... un
olor a madera.
A madera recién barnizada.
Toño adivina que el barniz es de color negro. Y advierte ahora el
movimiento exterior... un movimiento de balanceo...
Un golpe brusco. Es el final del viaje. Algo blando cae sobre él, sin
tocarle, pero Toño oye el ruido, nota la vibración. Olor a tierra Húmeda,
recién movida...
Intenta gritar, pero ningún sonido sale de su garganta. Y las paletadas
de tierra, lenta e inexorablemente, caen sobre la tapa de su ataúd mientras
Toño desgarra sus uñas contra la madera, en un salvaje e inútil intento por
sobrevivir...
Su palabra terrible, claustrofobia, se une ahora a otra mucho más
terrible aún: catalepsia...
¿Por qué no esperaron un poco antes de
enterrarlo? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ...
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