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viernes, 4 de marzo de 2011

Kurt de Altenaar


- Leyenda de Suiza -

Sobre el río Aar se alzaba la silueta del castillo de Altenaar. Dentro de sus muros habían crecido y alentado nobles generaciones de la clara estirpe de Altenaar. Kurt, el último caballero de la ilustre casa, había llegado ya a una edad algo más que madura y no tenía sucesión. Y aunque amenazaba extinguirse tan noble familia, no por eso era menor la altivez y el genio independiente que alentaban en Kurt con fiera violencia.
En cierta ocasión, los príncipes y señores suizos exigieron de sus vasallos unos tributos excesivos. El país gimió bajo las onerosas imposiciones. Pero Kurt no se doblegó: anunció que no estaba dispuesto a someterse a exigencias tan arbitrarias como abusivas. Fuertes ejércitos se dirigieron contra el castillo de Altenaar. Con fuerte coraza de valor, los sitiados se dispusieron a la defensa. Nubes de piedras y dardos cruzaban el espacio. Y uno tras otro, todos los asaltos de los atacantes fueron rechazados.
Pasaron las semanas y los meses. En el interior del castillo, con las dificultades, crecía la voluntad de vencer. Y en las filas de los sitiadores cundía el desaliento y la desesperación, y no pocos soldados, amparados en las tinieblas de la noche, abandonaban vergonzosamente su puesto. Los príncipes no sabían qué partido tomar, asombrados y despechados ante la incomprensible resistencia de una fortaleza que acaso ya no encerraba sino sombras, y temerosos, por otra parte, de que sus tropas, descontentas y desmoralizadas, se alzaran en rebelión.
Kurt contemplaba dolorosamente cómo iban cayendo todos sus bravos fieles, consumidos por las heridas y devorados por el hambre. Y llegó un momento en que sólo la sombra envejecida y triste del último caballero de Altenaar deambulaba por la desolada amplitud del castillo.
Cuando Kurt comprendió que aquello era ya irremediable, vistió sus mejores armas y tomó su caballo; subió al más elevado torreón y se acercó a las almenas. Su extraño aspecto impuso un silencio asombrado en los campamentos, que hervían de cólera e impaciencia. Las huestes que vanamente asediaron día tras día la fortaleza, fijaron sus miradas en aquella figura que aparecía aureolada de sobrehumana dignidad. La voz de Kurt de Altenaar vibró con retadora sonoridad: «Yo soy el último defensor. El hambre nos venció, no vuestras armas. Moriré libre, como han muerto todos los míos.» Picó espuelas a su caballo, y saltando por encima de las almenas, se lanzó al espacio. Un grito de libertad rasgó aún los aires. Caballo y caballero rodaron despeñados por las riberas altas y escarpadas entre las que se desliza, precipitado y turbulento, el Aar, y las rápidas aguas del río envolvieron piadosamente el cuerpo del héroe.
Espantados, los sitiadores levantaron el campo. Nadie entró en el castillo, siempre defendido por las sombras heroicas y por la inextinguible vibración de las palabras de Kurt.

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